EL ARTE DE PERDER LA SOCIEDAD COMO QUIEN PIERDE UN LLAVERO: EL LEGADO ENVENENADO DE LADY THATCHER
Iván Atienza - 27 de marzo, 2021
En una entrevista en 1987 la por entonces primera ministra de Reino Unido lanzó un torpedo a la línea de flotación del Partido Conservador británico que a fecha de hoy arrastra a partidos liberales y conservadores por igual, haciendo de ellos una argamasa homogénea y prácticamente indiscernible. La lapidaria cita “no existe cosa así como la sociedad” levantó las alarmas en todos los círculos del partido, en especial en la facción de díscolos One Nation, facción que hereda su doctrina de tiempos de Disraeli. La retórica a emplear era bastante clara y autoevidente, sobre todo en el contexto histórico en que se desenvolvió la baronesa. Hacía décadas que el enemigo había extendido sus tentáculos mucho más allá de los Urales y parecía haber una oportunidad de acabar con el telón de acero de una vez y para siempre. Thatcher supo mejor que nadie ver la idoneidad de este discurso. Estatismo contra mercado. Esclavitud contra libertad. Por supuesto, estas dicotomías son absurdas si uno no entra en (muchas) matizaciones, sobre todo a día de hoy, pero a efectos prácticos eso era lo de menos. Fue un discurso que funcionó y cumplió su cometido.
Sin embargo, el principal problema, como en cualquier terremoto, son las réplicas. Nadie se sorprenderá supongo si afirmo que el conservadurismo no ha sabido desatarse de ese discurso. Esto ha llevado a muchos a caricaturizar a los conservadores de “conservaduros”, pues parece que el único punto de su programa consiste en bajar impuestos y en intentar no molestar a nadie. Lo heredado lo mantenemos y ya que sean los otros quienes impriman su sello en la sociedad. Mikel Buesa, en su libro sobre la España en la época de Rajoy, La Pachorra Conservadora, supo describir muy bien esta actitud. La típica máxima lampedusiana, cambiar para que nada cambie, es en estos momentos el principal plan de acción de los partidos conservadores a lo largo y ancho del mundo. La política es a la vez un equilibrio estático y dinámico. La clave consiste en no hacer nada y esperar a que sea el tiempo quien nos deposite las cabezas de nuestros enemigos en cestitas en el rellano de casa. ¿Os suena? Este tipo de actitudes responden, sin lugar a dudas, a una desnaturalización del conservadurismo en todos sus frentes. Esa desnaturalización empezó por la compra de los estereotipos respecto al Estado que trajo el liberalismo. Con la eclosión de este tipo de filosofías, de repente, de la noche a la mañana, aquellos Estados-Nación que el propio liberalismo había forjado, herederos naturales en fondo (no tanto en forma) de la res publica romana y del concepto griego de ciudadanía, se convertían en un ente tiránico y opresivo que vivía de estrujar a los ciudadanos y de restringir sus libertades. Bueno, o en terminología thatcheriana, a los contribuyentes. La relación entre el Estado y los ciudadanos ya queda rebajada a la misma que entre un contribuyente y el fisco. Muchos se echan las manos a la cabeza cuando la izquierda apela al patriotismo fiscal. Qué burros ellos, ¿verdad? Ya hay que ser tonto como para identificar el patriotismo con el fisco, dicen otros muchos mientras colapsan Twitter con citas de la misma señora que veía en la relación entre el Estado y los ciudadanos la misma que media entre un cliente de un banco y un cajero automático. La fuerza de Thatcher ha sido tal que hasta sus sus propios enemigos han comprado su discurso para intentar darle la vuelta y así zurrar a la derecha. El monopolio del mercantilismo, o liberalismo relativista, ya ni siquiera lo voy a llamar liberalismo, es tal que a día de hoy todos los debates se centran en torno a las coordenadas que este propone. Ya la crítica no es a la deriva liberticida que sin duda están tomando los Estados a día de hoy, sobre todo en el contexto de la crisis pandémica que vivimos desde hace más de un año. Ahí sin lugar a dudas los liberales y los conservadores deberían estar de acuerdo, pues es en la autonomía de la sociedad civil y no en la vara del Estado, salvo en situaciones excepcionales, donde debe descansar el buen gobierno de cualquier sociedad.
Pues no. Lo que se ha comprado directamente es una vulgarización del Estado y de todas sus estructuras. Algunos ven en él la mismísima encarnación del demonio (no me invento nada, basta con preguntar por los círculos libertarios e incluso entre muchos liberales). El Estado es un mal necesario, dicen. ¿Cómo que un mal necesario? El liberalismo parte de la premisa rousseaniana totalmente falaz de que los hombres nacemos libres e iguales. Es cuando se mete el Estado de por medio a estorbar cuando su coacción deriva en una merma de estas libertades primitivas. Esto es una estupidez en tanto que las libertades individuales solo brotan en el seno de una sociedad que sea capaz de crear y posteriormente reconocer esas libertades a terceros, reconocimiento que se da por medios implícitos y explícitos, como la ley. Uno cuando habla de que el ser humano es libre lo dice en el sentido de que hemos sido capaces de dotarnos de estructuras que hacen de nuestras vidas en sociedad más autónomas y felices, no porque seamos capaces de vivir y brincar por los montes de León como un ciervo o un gamusino. Esa noción de libertad negativa tiene sentido siempre que se inscriba dentro de un marco teórico más amplio, como sí hicieron Locke, Hume o Kant. No identifico al liberalismo con esa caricaturización, porque no lo es. Lo que identifico es a lo que hoy muchos llaman liberalismo con esa caricaturización. Pues bien, esta misma caricatura es la que ha comprado el conservadurismo. Ya no hay ninguna razón para apelar al sacrificio de los ciudadanos. Tampoco la hay para afirmar que tenemos deberes implícitos que, a pesar de no estar recogidos en las leyes ni ser voluntarios, tenemos que cumplir para con los demás, como es el caso de los deberes de piedad y socorro. Por supuesto que una sociedad ha de regirse mayormente sobre los pactos y contratos voluntarios, pero la voluntariedad no basta. ¿Qué es la sociedad, señora Thatcher? La sociedad es esa comunión de valores y creencias que nos atan fraternalmente a aquellos con los que compartimos nuestra vida y nuestro destino. La sociedad es también una comunión de deberes tácitos que tenemos con nuestros semejantes, como puede ser el caso de socorrer a la nación en caso de invasión o de guerra. ¿Cómo puede erigirse un discurso de espaldas a la concepción más pura de libertad que hay, que es la de autonomía para nosotros y para los nuestros? ¿Qué unió a los griegos en las Termópilas, Salamina y Platea para dar sus vidas los unos por los otros, cuando las rivalidades y las divergencias entre las polis no eran precisamente escasas? ¿Cómo entender ese espíritu de hermandad y sacrificio histórico reduciendo al ciudadano a un mero contribuyente, a una mera cartera? No creo que la señora Thatcher, cuando envió a los británicos a combatir a las Malvinas, lo hiciera pensando en el Reino Unido como una enorme caja fuerte, sino como en lo que es: una nación centenaria cuya integridad había que proteger.
El conservadurismo debe abandonar de una vez por todas el paradigma thatcherista. Eso es lo que he intentado exponer en las líneas anteriores y es lo que siempre defenderé. Cualquier doctrina conservadora debe tener en su núcleo a la sociedad y a la nación. Si no es capaz de darle encaje a estos dos términos y opta por seguir las máximas del liberalismo vulgarizado, no será ni una cosa ni la otra. El mercado es un mecanismo de asignación de recursos, simplemente. Hasta ahora la historia nos ha demostrado que el mejor de todos ellos, pero esto no implica ni mucho menos que debamos convertirnos en instrumentos del mercado. El mercado es nuestro instrumento, y no al revés. El discurso que bien funcionó en su día ahora ya ha dejado de hacerlo. No vivimos en un mundo cercado por la amenaza que sacudió al mundo durante las décadas de Guerra Fría. El debate no es si Estado sí o Estado no, el debate es Estado para qué. Hasta que el conservadurismo no se centre en esa pregunta y olvida esa dinámica frentista trasnochada no será capaz de articular una alternativa coherente y de gobierno a nivel mundial. El conservadurismo es la única praxis política que, debido a su falta de dogmatismo, es capaz de enfrentar la tarea de delimitar cuál es el dominio de actuación de las distintas ramas de la sociedad. ¿Cuál es el ámbito de la sociedad civil y cuál es el ámbito legítimo del Estado? Esta es la pregunta en la que nos tenemos que centrar. Es difícil, sin duda, pero solo este debate y no el otro es relevante a día de hoy. Y por supuesto, recordar siempre que no somos contribuyentes, somos ciudadanos. Ayudemos a Thatcher a encontrar su llavero.
Sin embargo, el principal problema, como en cualquier terremoto, son las réplicas. Nadie se sorprenderá supongo si afirmo que el conservadurismo no ha sabido desatarse de ese discurso. Esto ha llevado a muchos a caricaturizar a los conservadores de “conservaduros”, pues parece que el único punto de su programa consiste en bajar impuestos y en intentar no molestar a nadie. Lo heredado lo mantenemos y ya que sean los otros quienes impriman su sello en la sociedad. Mikel Buesa, en su libro sobre la España en la época de Rajoy, La Pachorra Conservadora, supo describir muy bien esta actitud. La típica máxima lampedusiana, cambiar para que nada cambie, es en estos momentos el principal plan de acción de los partidos conservadores a lo largo y ancho del mundo. La política es a la vez un equilibrio estático y dinámico. La clave consiste en no hacer nada y esperar a que sea el tiempo quien nos deposite las cabezas de nuestros enemigos en cestitas en el rellano de casa. ¿Os suena? Este tipo de actitudes responden, sin lugar a dudas, a una desnaturalización del conservadurismo en todos sus frentes. Esa desnaturalización empezó por la compra de los estereotipos respecto al Estado que trajo el liberalismo. Con la eclosión de este tipo de filosofías, de repente, de la noche a la mañana, aquellos Estados-Nación que el propio liberalismo había forjado, herederos naturales en fondo (no tanto en forma) de la res publica romana y del concepto griego de ciudadanía, se convertían en un ente tiránico y opresivo que vivía de estrujar a los ciudadanos y de restringir sus libertades. Bueno, o en terminología thatcheriana, a los contribuyentes. La relación entre el Estado y los ciudadanos ya queda rebajada a la misma que entre un contribuyente y el fisco. Muchos se echan las manos a la cabeza cuando la izquierda apela al patriotismo fiscal. Qué burros ellos, ¿verdad? Ya hay que ser tonto como para identificar el patriotismo con el fisco, dicen otros muchos mientras colapsan Twitter con citas de la misma señora que veía en la relación entre el Estado y los ciudadanos la misma que media entre un cliente de un banco y un cajero automático. La fuerza de Thatcher ha sido tal que hasta sus sus propios enemigos han comprado su discurso para intentar darle la vuelta y así zurrar a la derecha. El monopolio del mercantilismo, o liberalismo relativista, ya ni siquiera lo voy a llamar liberalismo, es tal que a día de hoy todos los debates se centran en torno a las coordenadas que este propone. Ya la crítica no es a la deriva liberticida que sin duda están tomando los Estados a día de hoy, sobre todo en el contexto de la crisis pandémica que vivimos desde hace más de un año. Ahí sin lugar a dudas los liberales y los conservadores deberían estar de acuerdo, pues es en la autonomía de la sociedad civil y no en la vara del Estado, salvo en situaciones excepcionales, donde debe descansar el buen gobierno de cualquier sociedad.
Pues no. Lo que se ha comprado directamente es una vulgarización del Estado y de todas sus estructuras. Algunos ven en él la mismísima encarnación del demonio (no me invento nada, basta con preguntar por los círculos libertarios e incluso entre muchos liberales). El Estado es un mal necesario, dicen. ¿Cómo que un mal necesario? El liberalismo parte de la premisa rousseaniana totalmente falaz de que los hombres nacemos libres e iguales. Es cuando se mete el Estado de por medio a estorbar cuando su coacción deriva en una merma de estas libertades primitivas. Esto es una estupidez en tanto que las libertades individuales solo brotan en el seno de una sociedad que sea capaz de crear y posteriormente reconocer esas libertades a terceros, reconocimiento que se da por medios implícitos y explícitos, como la ley. Uno cuando habla de que el ser humano es libre lo dice en el sentido de que hemos sido capaces de dotarnos de estructuras que hacen de nuestras vidas en sociedad más autónomas y felices, no porque seamos capaces de vivir y brincar por los montes de León como un ciervo o un gamusino. Esa noción de libertad negativa tiene sentido siempre que se inscriba dentro de un marco teórico más amplio, como sí hicieron Locke, Hume o Kant. No identifico al liberalismo con esa caricaturización, porque no lo es. Lo que identifico es a lo que hoy muchos llaman liberalismo con esa caricaturización. Pues bien, esta misma caricatura es la que ha comprado el conservadurismo. Ya no hay ninguna razón para apelar al sacrificio de los ciudadanos. Tampoco la hay para afirmar que tenemos deberes implícitos que, a pesar de no estar recogidos en las leyes ni ser voluntarios, tenemos que cumplir para con los demás, como es el caso de los deberes de piedad y socorro. Por supuesto que una sociedad ha de regirse mayormente sobre los pactos y contratos voluntarios, pero la voluntariedad no basta. ¿Qué es la sociedad, señora Thatcher? La sociedad es esa comunión de valores y creencias que nos atan fraternalmente a aquellos con los que compartimos nuestra vida y nuestro destino. La sociedad es también una comunión de deberes tácitos que tenemos con nuestros semejantes, como puede ser el caso de socorrer a la nación en caso de invasión o de guerra. ¿Cómo puede erigirse un discurso de espaldas a la concepción más pura de libertad que hay, que es la de autonomía para nosotros y para los nuestros? ¿Qué unió a los griegos en las Termópilas, Salamina y Platea para dar sus vidas los unos por los otros, cuando las rivalidades y las divergencias entre las polis no eran precisamente escasas? ¿Cómo entender ese espíritu de hermandad y sacrificio histórico reduciendo al ciudadano a un mero contribuyente, a una mera cartera? No creo que la señora Thatcher, cuando envió a los británicos a combatir a las Malvinas, lo hiciera pensando en el Reino Unido como una enorme caja fuerte, sino como en lo que es: una nación centenaria cuya integridad había que proteger.
El conservadurismo debe abandonar de una vez por todas el paradigma thatcherista. Eso es lo que he intentado exponer en las líneas anteriores y es lo que siempre defenderé. Cualquier doctrina conservadora debe tener en su núcleo a la sociedad y a la nación. Si no es capaz de darle encaje a estos dos términos y opta por seguir las máximas del liberalismo vulgarizado, no será ni una cosa ni la otra. El mercado es un mecanismo de asignación de recursos, simplemente. Hasta ahora la historia nos ha demostrado que el mejor de todos ellos, pero esto no implica ni mucho menos que debamos convertirnos en instrumentos del mercado. El mercado es nuestro instrumento, y no al revés. El discurso que bien funcionó en su día ahora ya ha dejado de hacerlo. No vivimos en un mundo cercado por la amenaza que sacudió al mundo durante las décadas de Guerra Fría. El debate no es si Estado sí o Estado no, el debate es Estado para qué. Hasta que el conservadurismo no se centre en esa pregunta y olvida esa dinámica frentista trasnochada no será capaz de articular una alternativa coherente y de gobierno a nivel mundial. El conservadurismo es la única praxis política que, debido a su falta de dogmatismo, es capaz de enfrentar la tarea de delimitar cuál es el dominio de actuación de las distintas ramas de la sociedad. ¿Cuál es el ámbito de la sociedad civil y cuál es el ámbito legítimo del Estado? Esta es la pregunta en la que nos tenemos que centrar. Es difícil, sin duda, pero solo este debate y no el otro es relevante a día de hoy. Y por supuesto, recordar siempre que no somos contribuyentes, somos ciudadanos. Ayudemos a Thatcher a encontrar su llavero.