LA MENTE COLMENA: LA DEGRADACIÓN DEL INDIVIDUO Y EL LEGADO DE LA POSMODERNIDAD
Iván Atienza - 23 de septiembre, 2020
Podemos distinguir en la historia de la filosofía dos tipos de tradiciones; bueno, en verdad tres, pero la tercera es bastante novedosa y todavía incierta para nosotros. Desde Séneca tenemos una definición meridianamente clara del concepto de individuo. El gran filósofo romano nos viene a decir que individuo es aquello que es de naturaleza indivisible, aquello que, de alguna forma desconocida, está omnímodamente determinado. Boecio, poco tiempo más tarde y con ocasión de su lectura de la Isagoge porfiriana, elabora una breve sistematización de las formas posibles en las que es lícito hablar del individuo. La primera y la segunda de ellas las toma de Séneca, aquello que es “indiviso e indivisible”, la primera de ellas referida en un sentido totalmente genérico y la segunda en un sentido algo más restricto, corpóreo podríamos decir, como aquello que es indivisible por razones de solidez. Por último, Boecio introduce una tercera categorización del individuo, bastante más interesante a mi juicio que las dos anteriores: individuo se dice de aquello que no se puede predicar de cosas semejantes. Esto es, se trata de un ente irrepetible y único. César, San Agustín de Hipona o la mismísima iglesia de Santa Sofía podían ser considerados individuos. ¿Por qué? Porque eran históricamente irrepetibles. Sin embargo, esta concepción formalista y logicista, llamémosla así, no bastaba para determinar al individuo en su plenitud. ¿Por qué razón? Sencillamente porque el individuo es tal en tanto que contiene una serie de determinaciones que lo constituyen como tal. Me explico: el individuo es resultado de la confluencia de características y accidentes que toman un sentido conjunto en él. Digamos que podríamos comparar al individuo con una curva que es capaz de cerrarse sobre sí misma. Autocontenido e independiente de las realidades que le cercan y a su vez le determinan. Aquí es donde encontramos en la historia de la filosofía dos tradiciones completamente antagónicas: las que ven en el Todo una mera agregación de entes individuales, esto es, afirman la realidad del individuo como base para afirmar la realidad del Todo, y aquellas que, por el contrario, consideran que la noción de individuo solo tiene sentido a partir del estudio de su inserción en un Todo, el cual le precede y le sirve de sustento. Un ejemplo bastante claro del segundo tipo es la filosofía spinozista, para la cual el individuo no es más que una manifestación del Todo (Dios) en uno de sus múltiples modos posibles. La realidad es única: Dios. La forma en la que esta realidad se presenta ante nuestros ojos constituye ni más ni menos que sus atributos. El otro extremo lo podríamos encontrar en los “atomismos metodológicos”, bastante frecuentes en filosofía política. Sirven como base de la fundamentación del liberalismo y de prácticamente todas las doctrinas de la modernidad. También hay teorías híbridas, como por ejemplo la monadología leibniziana y la filosofía hegeliana. De hecho, ambas se parecen bastante. La unidad básica, la mónada en Leibniz o el Ideal en Hegel, vamos, el individuo, constituye el punto de partida del proceso de constitución del Todo, el cual influye a su vez sobre la evolución y determinación de este. La diferencia principal radica en que la monadología se trata de una teoría podríamos decir estática; las mónadas son meros “átomos espirituales”, independientes los unos de los otros, que reflejan en sí mismos el comportamiento del resto de mónadas (el individuo es espejo del Todo), mientras que la filosofía hegeliana concibe lo individual como un proceso de superación constante por mudar las formas “autistas” de relación con el Todo por una individualidad que se haga cargo de él, se constituya en él y goce en su seno.
No obstante, todas estas teorías veían al individuo como individuo, esto es, como algo único e indivisible. Cómo pudieran alcanzar su status de individuo, si era este status mediato o inmediato o cuál era su inserción en el Todo dependía por supuesto de la teoría filosófica en cuestión, pero jamás se negaba la realidad de este. La posmodernidad, sin embargo, ha traído a nuestro tiempo una nueva cosmovisión de lo individual, cosmovisión que tiene profundas implicaciones en la vida política y social. Mientras que los siglos que nos preceden constituyen un brillante ejemplo de la tensión dialéctica entre individuo y comunidad, tensión que se ve materializada en las doctrinas políticas de cada una de las ideologías que dio a luz el siglo XIX, nuestro siglo es testigo del nacimiento del individuo fagocitado por la mente colmena. Para quienes no lo sepan, se entiende por mente colmena una especie de conciencia colectiva en que las partes por sí solas no tienen autonomía, solo es en la agregación de todas estas partes donde podemos apreciar un individuo en el pleno sentido de la palabra, un individuo, digamos, boeciano. La contraparte de la mente colmena, por supuesto, es el individuo colmena, individuo que, como veremos, no cumple con la tercera de las características del individuo que mencionó Boecio, la más importante de todas ellas, la de unicidad. Los individuos, cada vez más proclives a disolver su individualidad en colectivos que los superan y trascienden, empiezan a constituir su propia identidad como una amalgama de etiquetas genéricas. Estas etiquetas adquieren cada vez un significado más preciso, especialmente por el papel homogeneizador de las RRSS y los medios de comunicación de masas, los cuales tienen un papel crucial a la hora de presentar a cada cual los contenidos que está deseoso de ver y aquellas posibles interacciones en las que está dispuesto a participar. De esta forma, damos el salto del individuo a la tribu. Nos encontramos en una especie de conflicto perpetuo que destruye el pluralismo agonista (en la contradicción está el germen de la superación) y crea un escenario de contradicción perpetua que señala y delimita perfectamente cuáles son las fronteras de la colmena. Esta permanente contradicción crea un estado de alarma en los miembros de la colmena, los cuales ven necesario ceder más y más independencia a la colmena en aras de un pensamiento más unificado, un pensamiento que se instituye como dogma de cara a las otras colmenas. Este proceso pone en marcha un perfecto círculo vicioso en que la retroalimentación entre los miembros de la misma colmena y el conflicto permanente con los de las otras desemboca finalmente en la forja de la mente colmena y de los individuos colmena. ¿Por qué el individuo colmena no es un individuo como tal? Porque ya es simplemente un individuo vago. Ese hombre de allí ya puede ser perfectamente cualquier hombre de la colmena, pues a fin de cuentas, ¿en qué se diferencian ya ambos? Ya no es que el individuo necesite valerse de su inserción en el Todo para constituirse como tal, sino que él en sí mismo ya no existe sino incluido en el Todo. No tiene sentido concebirle abstraído del Todo. Es un engranaje más. Es necesario para el funcionamiento de la mente colmena, pero por sí solo no es nada.
Para terminar, vamos a dar un paso más: identifiquemos algunas características reseñables del hombre colmena, pues es clave a la hora de entender cuáles han sido los cambios de calado que lo convierten en una realidad hasta ahora ignota y desconocida. El motor del hombre colmena es, por supuesto, la sumisión al grupo. No obstante, esta sumisión se articula por medio de mecanismos bastante particulares y distintos a los que estamos acostumbrados. El ejemplo más puro de sumisión del que hasta hace poco dábamos cuenta era el de los fundamentalismos religiosos de todo tipo. La sumisión en este caso se da a una serie de verdades reveladas en la Génesis por Dios, a través de un profeta, que sirven a modo de mito constitutivo de la comunidad. El ideal es bastante platónico en este caso: la verdad se ha revelado en los orígenes y es tarea de los fieles preservarla intacta e impedir que esta caiga en el olvido. Es posible que a través del contacto con otras comunidades los hábitos se relajen, las enseñanzas del profeta se degraden y con ello que las verdades caigan poco a poco en el olvido. De esta forma, la labor de la comunidad y sobre todo la de sus dirigentes es impedir que esto ocurra. Esta es la razón por la que la ley y las enseñanzas del libro son indisociables en muchas de las comunidades humanas con alta sensibilidad religiosa. No obstante, en este caso tenemos una verdad: su epifanía tuvo lugar al principio de los tiempos. La conexión de la comunidad con la verdad se da a través de la memoria. Sin embargo, en el caso del hombre colmena el mecanismo es muy distinto. ¿Por qué? Simplemente porque para el hombre colmena la verdad estorba, por tanto, no tiene sentido hablar de verdades reveladas ab initio. Y no solo eso, sino que tampoco tiene sentido hablar de cualquier otro tipo de verdades, como veremos ahora. De esta forma, para el hombre masa, la memoria pierde por completo su papel como mecanismo vertebrador de la colmena. La memoria, al igual que la verdad, sobra, pues la memoria implica de por sí una forma muy concreta de relacionarse con el pasado, una forma gradual, continua, smooth, como diríamos en matemáticas. Todo acontecimiento tiene su origen en una cadena articulada e ininterrumpida de causas y efectos que no puede ser no tenida en cuenta. La memoria es un mecanismo básico en el seno de cualquier comunidad, sea esta religiosa o no. La ciencia, sin ir más lejos, se asienta en el principio del continuum de la memoria. El conocimiento científico, a pesar de ser de una naturaleza radicalmente distinta que el conocimiento religioso, pues el primero por definición es falible y se va disponiendo en capas concéntricas cada vez más grandes, capas que contienen todas ellas a las anteriores (paradigmas científicos), necesita de una ligazón permanente con el pasado para producir resultados en el presente que se proyecten hacia el futuro. La memoria desempeña en todos estos procesos, sean o no religiosos, un papel clave. No obstante, la memoria introduce avatares que bien pueden dificultar la integración y constitución de la mente colmena. La verdad no es en absoluto relevante, de hecho, muchas veces es molesta; lo único que le es relevante a la colmena es sobrevivir. Para ello, se produce un curioso fenómeno de desmemoria selectiva. Me explico. Todas estas comunidades han de verse atravesadas por un grado de integración y de homogeneidad que difícilmente puede mantenerse salvo si no es por la creación constante y esquizofrénica de mitos constitutivos que se vayan adaptando a las circunstancias cambiantes. La colmena crea sus propias morales de sustitución y sus propias formas de relacionarse con el pasado, formas afectivas y selectivas, pues únicamente merece ser resaltado aquello que favorece a la supervivencia de la comunidad. Los recicla continuamente. La relación con el pasado es la del continuo reseteo. No hay una génesis, hay infinitas génesis. Una vez se resetea la cadena, no es lícito pensar en lo que había antes. Antes no había nada. El pasado para el hombre colmena es un ave fénix. Muere y renace de sus cenizas constantemente. El culto a la memoria se convierte en el culto a la desmemoria. No obstante, la mente colmena, perfectamente consciente de que la vida de un hombre es indisociable de su memoria, trata de hacerle creer a este que las formas tradicionales de relacionarse con el pasado están contaminadas por el vicio de la arbitrariedad y la inmoralidad. Los vínculos fácticos quedan automáticamente sustituidos por vínculos emocionales y afectivos.
Ahora muchos os podréis hacer la pregunta de oro: ¿y esta mente colmena funciona por sí misma, por pura inercia?, ¿qué ocurriría si alguien fuera capaz de controlarla? Ahí la gran paradoja de nuestro tiempo. Nos creemos más libres que nunca y en verdad tenemos el ojo del Gran Hermano en el cogote. Aún así, nos creemos totalmente emancipados. Nunca hemos sido tan libres como lo somos ahora, dirán algunos. La verdad es muy distinta. El nacimiento de este nuevo tipo de hombre, totalmente desafecto por la verdad, maleable y manipulable, ha firmado nuestra sentencia de muerte. El marxismo y el fascismo, en su anhelo por crear un hombre nuevo, en su retorcida lógica por intentar socavar los fundamentos históricos y culturales de las naciones donde fueron implantados, fracasaron. Quien estuvo más cerca de tales propósitos fue sin duda alguna el nazismo, del cual no tengo ninguna duda de que habría cumplido sus propósitos de no habérselo impedido las potencias occidentales. El nazismo, a diferencia del marxismo, supo ver mejor que nadie que el éxito de este tipo de regímenes radica en la perversión del espíritu y en la forma en que tenemos de relacionarnos con nosotros mismos y nuestro pasado. Los nazis fueron escultores de almas. Viktor Frankl expone perfectamente este proceso de deshumanización y despersonalización en “El hombre en busca de sentido”, obra maestra donde las haya. Stalin lo intentó, pero apenas se acercó una décima parte a lo que consiguieron los nazis. Lo verdaderamente terrorífico de este régimen no es solo la crueldad inusitada que desplegó contra opositores y demás inocentes, pues en este asunto es perfectamente comparable con otro tipo de regímenes, como el soviético. Lo que debería hacernos temblar realmente es el precedente en este sentido que sentaron los nazis. Nos dirigimos hacia un mundo marcado por la impronta de Göbbels y sus bastardos. El peligro no se aprecia todavía, es demasiado pronto. Seguimos narcotizados por la imagen ilusoria de seguridad que nos brindan nuestras democracias, como si la democracia no pudiera ser igualmente un régimen tiránico como pocos. Este es el verdadero legado de la posmodernidad. La connivencia inconsciente con la peor tiranía posible: la efectiva degradación del individuo a la condición de hombre masa. Bienvenidos a la era de la mente colmena.
No obstante, todas estas teorías veían al individuo como individuo, esto es, como algo único e indivisible. Cómo pudieran alcanzar su status de individuo, si era este status mediato o inmediato o cuál era su inserción en el Todo dependía por supuesto de la teoría filosófica en cuestión, pero jamás se negaba la realidad de este. La posmodernidad, sin embargo, ha traído a nuestro tiempo una nueva cosmovisión de lo individual, cosmovisión que tiene profundas implicaciones en la vida política y social. Mientras que los siglos que nos preceden constituyen un brillante ejemplo de la tensión dialéctica entre individuo y comunidad, tensión que se ve materializada en las doctrinas políticas de cada una de las ideologías que dio a luz el siglo XIX, nuestro siglo es testigo del nacimiento del individuo fagocitado por la mente colmena. Para quienes no lo sepan, se entiende por mente colmena una especie de conciencia colectiva en que las partes por sí solas no tienen autonomía, solo es en la agregación de todas estas partes donde podemos apreciar un individuo en el pleno sentido de la palabra, un individuo, digamos, boeciano. La contraparte de la mente colmena, por supuesto, es el individuo colmena, individuo que, como veremos, no cumple con la tercera de las características del individuo que mencionó Boecio, la más importante de todas ellas, la de unicidad. Los individuos, cada vez más proclives a disolver su individualidad en colectivos que los superan y trascienden, empiezan a constituir su propia identidad como una amalgama de etiquetas genéricas. Estas etiquetas adquieren cada vez un significado más preciso, especialmente por el papel homogeneizador de las RRSS y los medios de comunicación de masas, los cuales tienen un papel crucial a la hora de presentar a cada cual los contenidos que está deseoso de ver y aquellas posibles interacciones en las que está dispuesto a participar. De esta forma, damos el salto del individuo a la tribu. Nos encontramos en una especie de conflicto perpetuo que destruye el pluralismo agonista (en la contradicción está el germen de la superación) y crea un escenario de contradicción perpetua que señala y delimita perfectamente cuáles son las fronteras de la colmena. Esta permanente contradicción crea un estado de alarma en los miembros de la colmena, los cuales ven necesario ceder más y más independencia a la colmena en aras de un pensamiento más unificado, un pensamiento que se instituye como dogma de cara a las otras colmenas. Este proceso pone en marcha un perfecto círculo vicioso en que la retroalimentación entre los miembros de la misma colmena y el conflicto permanente con los de las otras desemboca finalmente en la forja de la mente colmena y de los individuos colmena. ¿Por qué el individuo colmena no es un individuo como tal? Porque ya es simplemente un individuo vago. Ese hombre de allí ya puede ser perfectamente cualquier hombre de la colmena, pues a fin de cuentas, ¿en qué se diferencian ya ambos? Ya no es que el individuo necesite valerse de su inserción en el Todo para constituirse como tal, sino que él en sí mismo ya no existe sino incluido en el Todo. No tiene sentido concebirle abstraído del Todo. Es un engranaje más. Es necesario para el funcionamiento de la mente colmena, pero por sí solo no es nada.
Para terminar, vamos a dar un paso más: identifiquemos algunas características reseñables del hombre colmena, pues es clave a la hora de entender cuáles han sido los cambios de calado que lo convierten en una realidad hasta ahora ignota y desconocida. El motor del hombre colmena es, por supuesto, la sumisión al grupo. No obstante, esta sumisión se articula por medio de mecanismos bastante particulares y distintos a los que estamos acostumbrados. El ejemplo más puro de sumisión del que hasta hace poco dábamos cuenta era el de los fundamentalismos religiosos de todo tipo. La sumisión en este caso se da a una serie de verdades reveladas en la Génesis por Dios, a través de un profeta, que sirven a modo de mito constitutivo de la comunidad. El ideal es bastante platónico en este caso: la verdad se ha revelado en los orígenes y es tarea de los fieles preservarla intacta e impedir que esta caiga en el olvido. Es posible que a través del contacto con otras comunidades los hábitos se relajen, las enseñanzas del profeta se degraden y con ello que las verdades caigan poco a poco en el olvido. De esta forma, la labor de la comunidad y sobre todo la de sus dirigentes es impedir que esto ocurra. Esta es la razón por la que la ley y las enseñanzas del libro son indisociables en muchas de las comunidades humanas con alta sensibilidad religiosa. No obstante, en este caso tenemos una verdad: su epifanía tuvo lugar al principio de los tiempos. La conexión de la comunidad con la verdad se da a través de la memoria. Sin embargo, en el caso del hombre colmena el mecanismo es muy distinto. ¿Por qué? Simplemente porque para el hombre colmena la verdad estorba, por tanto, no tiene sentido hablar de verdades reveladas ab initio. Y no solo eso, sino que tampoco tiene sentido hablar de cualquier otro tipo de verdades, como veremos ahora. De esta forma, para el hombre masa, la memoria pierde por completo su papel como mecanismo vertebrador de la colmena. La memoria, al igual que la verdad, sobra, pues la memoria implica de por sí una forma muy concreta de relacionarse con el pasado, una forma gradual, continua, smooth, como diríamos en matemáticas. Todo acontecimiento tiene su origen en una cadena articulada e ininterrumpida de causas y efectos que no puede ser no tenida en cuenta. La memoria es un mecanismo básico en el seno de cualquier comunidad, sea esta religiosa o no. La ciencia, sin ir más lejos, se asienta en el principio del continuum de la memoria. El conocimiento científico, a pesar de ser de una naturaleza radicalmente distinta que el conocimiento religioso, pues el primero por definición es falible y se va disponiendo en capas concéntricas cada vez más grandes, capas que contienen todas ellas a las anteriores (paradigmas científicos), necesita de una ligazón permanente con el pasado para producir resultados en el presente que se proyecten hacia el futuro. La memoria desempeña en todos estos procesos, sean o no religiosos, un papel clave. No obstante, la memoria introduce avatares que bien pueden dificultar la integración y constitución de la mente colmena. La verdad no es en absoluto relevante, de hecho, muchas veces es molesta; lo único que le es relevante a la colmena es sobrevivir. Para ello, se produce un curioso fenómeno de desmemoria selectiva. Me explico. Todas estas comunidades han de verse atravesadas por un grado de integración y de homogeneidad que difícilmente puede mantenerse salvo si no es por la creación constante y esquizofrénica de mitos constitutivos que se vayan adaptando a las circunstancias cambiantes. La colmena crea sus propias morales de sustitución y sus propias formas de relacionarse con el pasado, formas afectivas y selectivas, pues únicamente merece ser resaltado aquello que favorece a la supervivencia de la comunidad. Los recicla continuamente. La relación con el pasado es la del continuo reseteo. No hay una génesis, hay infinitas génesis. Una vez se resetea la cadena, no es lícito pensar en lo que había antes. Antes no había nada. El pasado para el hombre colmena es un ave fénix. Muere y renace de sus cenizas constantemente. El culto a la memoria se convierte en el culto a la desmemoria. No obstante, la mente colmena, perfectamente consciente de que la vida de un hombre es indisociable de su memoria, trata de hacerle creer a este que las formas tradicionales de relacionarse con el pasado están contaminadas por el vicio de la arbitrariedad y la inmoralidad. Los vínculos fácticos quedan automáticamente sustituidos por vínculos emocionales y afectivos.
Ahora muchos os podréis hacer la pregunta de oro: ¿y esta mente colmena funciona por sí misma, por pura inercia?, ¿qué ocurriría si alguien fuera capaz de controlarla? Ahí la gran paradoja de nuestro tiempo. Nos creemos más libres que nunca y en verdad tenemos el ojo del Gran Hermano en el cogote. Aún así, nos creemos totalmente emancipados. Nunca hemos sido tan libres como lo somos ahora, dirán algunos. La verdad es muy distinta. El nacimiento de este nuevo tipo de hombre, totalmente desafecto por la verdad, maleable y manipulable, ha firmado nuestra sentencia de muerte. El marxismo y el fascismo, en su anhelo por crear un hombre nuevo, en su retorcida lógica por intentar socavar los fundamentos históricos y culturales de las naciones donde fueron implantados, fracasaron. Quien estuvo más cerca de tales propósitos fue sin duda alguna el nazismo, del cual no tengo ninguna duda de que habría cumplido sus propósitos de no habérselo impedido las potencias occidentales. El nazismo, a diferencia del marxismo, supo ver mejor que nadie que el éxito de este tipo de regímenes radica en la perversión del espíritu y en la forma en que tenemos de relacionarnos con nosotros mismos y nuestro pasado. Los nazis fueron escultores de almas. Viktor Frankl expone perfectamente este proceso de deshumanización y despersonalización en “El hombre en busca de sentido”, obra maestra donde las haya. Stalin lo intentó, pero apenas se acercó una décima parte a lo que consiguieron los nazis. Lo verdaderamente terrorífico de este régimen no es solo la crueldad inusitada que desplegó contra opositores y demás inocentes, pues en este asunto es perfectamente comparable con otro tipo de regímenes, como el soviético. Lo que debería hacernos temblar realmente es el precedente en este sentido que sentaron los nazis. Nos dirigimos hacia un mundo marcado por la impronta de Göbbels y sus bastardos. El peligro no se aprecia todavía, es demasiado pronto. Seguimos narcotizados por la imagen ilusoria de seguridad que nos brindan nuestras democracias, como si la democracia no pudiera ser igualmente un régimen tiránico como pocos. Este es el verdadero legado de la posmodernidad. La connivencia inconsciente con la peor tiranía posible: la efectiva degradación del individuo a la condición de hombre masa. Bienvenidos a la era de la mente colmena.