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​LA CRISIS DE LOS DESEOS

Enrique Collada - 14 de abril, 2020
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“Observen ustedes la específica angustia que experimenta el nuevo rico. Tiene en la mano la posibilidad de obtener el logro de sus deseos, pero se encuentra con que no sabe tener deseos. En su secreto fondo advierte que no desea nada, que por sí mismo es incapaz de orientar su apetito y decidirlo entre las innumerables cosas que el entorno le ofrece. Por eso busca un intermediario que lo oriente, y lo halla en los deseos predominantes de los demás. He aquí la razón por la cual lo primero que el nuevo rico se compra es un automóvil, una pianola y un fonógrafo. Ha encargado a los demás que deseen por él.” 
​

Este fragmento lo escribió Ortega y Gasset en los años treinta. Para mí, es una reflexión que está más viva que nunca. La crisis de los deseos, vamos a llamarla.

A menudo me pregunto cómo la filosofía y la tecnología parecen tan alejadas entre sí para las personas de mi entorno. Cada vez que le comento a algún compañero o amigo que yo, estudiante de ingeniería, he decidido empezar a cursar filosofía, me miran con una cara que parece decirme “¿estás de la olla o qué?”. En parte les entiendo, porque la mayoría relacionan la filosofía con teorías complejas, abstractas y en absoluto prácticas o útiles, de unos autores lejanos en el tiempo, que se han tenido que aprender para aprobar un examen. Yo, sin embargo, no dejo de explicar que la tecnología está en cada rincón de nuestras vidas, que somos los ingenieros quienes diseñamos nuevos sistemas y que, entiendo, los diseñamos (o diseñaremos) por algo. O al menos para alguien. Les hablo de que para mí la tecnología solo tiene sentido si sirve para mejorar la vida de los seres humanos y que eso conlleva una reflexión que, en gran medida, es muy filosófica. Prácticamente todos suelen darme la razón y parecen decirme con la mirada “¡claro!¿Pero cómo no había caído?” y a la vez “eso suena muy bonito, pero no te va a dar de comer, ni vas a cambiar el mundo”.

El caso es que, probablemente, muchos de los ingenieros que salen hoy de las facultades no se paren a pensar cómo van a hacer para que lo que desarrollen sirva para mejorar la vida del ser humano. Es más, muchos ni siquiera se pararán a pensar por qué quieren ingeniar nuevas tecnologías, por qué quieren mejorar lo que ya existe, por qué están haciendo ese procesador más potente, ese nuevo complemento alimenticio o ese algoritmo más eficaz (a parte de porque se lo hayan pedido sus jefes). 

Las personas nos guiamos, en teoría, por propósitos. ¿Pero cuántos de nosotros hacemos lo que hacemos porque suponga cumplir con uno de los propósitos de nuestra vida? Es más, ¿reconocemos cuáles son nuestros propósitos más allá de “ser felices”? La tecnología es una herramienta humana que hemos utilizado durante siglos para vivir mejor y más cómodamente y para resolver grandes problemas de muy diversa índole. Pero la tecnología nunca ha sido un fin en sí mismo. No reside en ella misma ningún propósito. El propósito de la tecnología es dado por el ser humano y es, por tanto, un propósito humano. Entonces, ¿qué propósito puede haber en el desarrollo tecnológico si las personas no nos preguntamos sobre nuestros propósitos? 

Aquí es donde quiero volver al primer párrafo del texto, el fragmento de Ortega y Gasset. De algún modo, los deseos y los propósitos guardan una estrecha relación. Veamos la definición de ambos:

Deseo: 1. Interés o apetencia que una persona tiene por conseguir la posesión o la realización de algo. 2. Cosa que una persona desea.
Propósito: 1. Determinación firme a hacer algo. 2. Objetivo que se pretende alcanzar.


Es fácil observar las similitudes entre ambos conceptos. Y es que la crisis del desear de la que nos habla Ortega, colisiona de lleno con el progreso tecnológico. Como dirá el doctor en filosofía Antonio Diéguez, “no se sabe elegir los fines capaces de dar sentido al argumento de la propia vida y se vuelcan todos los anhelos sobre la técnica misma”. La tecnología nos ofrece tantas posibilidades que, ante la dificultad de saber qué desear, seguimos creando todo lo que podemos, a una velocidad de vértigo y en la sociedad de la obsolescencia programa. Una obsolescencia nada azarosa, pues tenemos la oportunidad de elegir llenar nuestra vida de muchas formas diferentes y pasar a otra nueva antes de cansarnos. Si nos sentimos vacíos, empezamos algo nuevo, compramos otra cosa. El problema es que el rápido desarrollo tecnológico no ha sido acompañado en paralelo con una mayor reflexión sobre qué y cómo desear. Nuestros deseos se vierten en el desarrollo infinito y sin propósito humano de la tecnología. Hemos sustituido nuestros deseos por el cambio continuo.​

Con todo esto no quiero decir que el progreso tecnológico sea malo en sí mismo. En general, no me gusta calificar de netamente bueno o malo cosa alguna. Y yo soy un claro defensor de la tecnología como forma de mejorar la vida (y la forma de vida) del ser humano y de afrontar muchos problemas de nuestro planeta (a los que nosotros mismos hemos contribuido). Intento hacer reflexionar al lector sobre el gran poder que tiene el ser humano gracias a nuestra inteligencia. Algunos avances, como la computación cuántica o la inteligencia artificial, pueden producir cambios radicales en nuestras sociedades desde el ámbito en que nos relacionamos, al de la salud o al de la educación. En el ámbito científico, los humanos llevamos mucho tiempo preguntándonos si podemos inventar o desarrollar tal cosa o la otra. Quizás ha llegado la hora de preguntarse más a menudo por qué debemos crear aquello que podemos crear. Y en el ámbito personal, descubrir cuáles son nuestros propósitos y llevarlos a cabo, seguramente nos ayudará a vivir una vida con sentido, en la que nos sintamos vacíos menos a menudo y aprovechando el tiempo limitado que tenemos en lo que realmente nos llena.

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