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ENSOÑACIONES DE UN ATEO SOLITARIO: UNA CRISIS SIN DIOSES

Iván Atienza - 9 de abril, 2020
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Voy a empezar este artículo de una forma muy inusual. En circunstancias normales aprovecharía las primeras líneas para justificar a dónde quiero llegar y por qué. En esta ocasión no creo que sea necesario. Todo el texto es en sí mismo mensaje, grito desgarrador de desesperación a la vez que una tenue luz en una habitación lúgubre y abandonada, sumida en la más absoluta oscuridad salvo por una pequeña vela en la mesita de noche que se resiste a perecer. Resiste a pesar de que las horas, los días, las semanas, juegan en su contra. Resiste porque sabe que fuera de la luz no queda nada para ella. Rodeada de oscuridad y muerte, enfrenta su destino y se aferra a un soplo de esperanza que puede que lo único que le brinde sea sufrimiento y agonía. Quiere perseverar en su ser. Luchará hasta el último suspiro porque así sea. El milagro de la vida. Maravilloso, ¿verdad? 
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Muchos se preguntarán a estas alturas de la historia: ¿qué nos queda? Los hombres, ufanos de su nueva condición, investidos de una verdad casi prometeica, limpiaron con esmero las cuchillas, prepararon animosamente el cadalso y proclamaron sin cesar la buena nueva de una inminente resurrección. El hombre, por fin, estaba dispuesto a rendir cuentas con su pasado y su historia. Se dice que la cuchilla nos empoderó. Estoy de acuerdo. A medias. Las pompas fúnebres fueron muy discretas e interminables. El dolor, insoportable. La sangre que se vertió aquellos días inundó los surcos de los campos de Occidente durante siglos. Muchos recuerdan con añoranza los días previos a la tragedia. No puedo simpatizar más con ellos. La herida no ha cicatrizado bien. Muchos siguen rindiendo pleitesía a las víctimas de aquella matanza. Nostálgicos de un mundo de orden y certezas, nostálgicos de un mundo de preguntas con respuestas. Fingen que nada ha ocurrido, pero desde los sucesos de ese fatídico día de la resurrección nada ha vuelto a ser igual. Desde Austria, un desconocido polímata se encargaba de lanzarnos a la cara en su fastuosa novela, El hombre sin atributos, una verdad dolorosa pero necesaria: estábamos solos.  Un poco más al norte, en Alemania, un joven filólogo componía una brillante elegía sobre las ruinas de la torre de Babel. Apesadumbrado, bailó sobre las restos de lo que alguna vez fue mundo, abrió sus brazos al diluvio y emplazó a las generaciones venideras a construir un arca que resistiera el envite y la furia de los difuntos: no era hora de pompas fúnebres, era hora del hombre, hora de reafirmarnos sobre la desgracia y darle la bienvenida a los tiempos que estaban por venir. ¿Quién dijo que los árboles necesitaran suelo firme sobre el que echar sus raíces? El diluvio primero le condujo a una clínica psiquiátrica de Basilea y finalmente a la muerte. Solo, demente, enfermo. Sus últimos días fueron trágicos. La vida del joven filólogo, y para la posteridad y para su desgracia filósofo, constituye una de las mejores metáforas del mundo que se erigió tras la quema de brujas de aquellos días. Sobran lecturas pesimistas de sus obras. Poca gente supo ver en ellas un mensaje de esperanza, una llamada de atención sobre los errores que no debíamos volver a cometer, una advertencia sobre qué ocurriría si dejábamos nuestro destino en manos de ídolos justamente defenestrados. 

Es en su mensaje donde los incrédulos, aquellos que vagamos sin rumbo aparente, aquellos que añoramos tanto o más que los crédulos a los cuerpos que yacen en todas partes y a la vez en ninguna, es en sus obras donde podemos encontrar fuerzas para acometer la reconstrucción. Una catedral no se erige con lloros y lamentos, se erige con piedras y vidrieras. Los incrédulos simplemente levantamos catedrales en nuestro honor. ¿En honor propio? No. En honor de aquellos que batallan y mueren por sus semejantes, en honor de aquellas velas que se niegan a darse por vencidas y sudan y sangran por mantenerse en la luz, en honor a todos aquellos hombres buenos que estuvieron y ya no están, en honor de todos aquellos que aún están por venir y en honor de una fraternidad y universalidad que nos trasciende como individuos y nos realiza como partes indispensables de la comunidad. Dijo cierta vez Borges que para él no había frase más bonita que la de Hume al decir: cuando me busco, nunca estoy en casa. En cierto modo el ateísmo es eso. Él mismo se consideraba un “ateo en busca de Dios”. Brillante. Los ateos vivimos en la aparente contradicción de buscarnos a nosotros mismos a la vez que buscamos principios que nos trasciendan, de intentar reafirmarnos sobre una nada con cara, una nada con historia, una nada que desde el mismo momento en que nacemos ya nos precondiciona. Nuestra mentalidad es la de un antiguo prisionero que vive enamorado toda su vida de los grilletes de los que tanto le costó liberarse. Añoramos más a los ídolos que aquellos crédulos que los veneran. Quien es consciente de que algo ha perdido es a la vez más proclive a echarlo en falta que aquel que aún cree tenerlo. No odiamos a los ídolos. Vivimos enamorados de los ídolos y del mundo que con su muerte languideció. No obstante, vivimos a la espera de que el ave fénix vuelva a nacer de sus cenizas y que su mirada encierre la solución al eterno dilema, el eterno dilema de qué hacer sin Dios. 
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