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En defensa del Estado: una lectura desde el conservadurismo y el republicanismo clásico.

Iván Atienza - 21 de marzo, 2020
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Muchos comentaristas y opinólogos profesionales hablan de un cambio de ciclo, hablan de una crisis que hará tambalearse los fundamentos del viejo orden, un viejo orden al que no aciertan a ponerle cara. Ni siquiera aciertan a ponerle un nombre. Somos conscientes de que algo se mueve, soplan vientos de cambio pero no acertamos en convenir en qué consistirá ese cambio exactamente. Mi intención en este artículo es bastante más modesta. No voy a emitir un veredicto sobre qué ocurrirá de aquí a un par de meses, ni siquiera de aquí a un par de años o dentro de un par de décadas. Siempre he entendido que tales intentos son estériles, manifestaciones pueriles de una vanidad henchida de ignorancia y falta de disciplina. No estamos aquí para jugar a los dados, sino para interpretar el pasado a través del tiempo en que nos ha tocado vivir. De ahí que me disponga en este artículo a reinterpretar el pasado a través de los ojos de un ciudadano al que le ha tocado vivir un hecho de indudable trascendencia histórica, un hecho que está haciendo resonar algunos ecos pasados con una fuerza cada vez más atronadora. 

Platón vuelve al escenario para advertirnos de que el conocimiento viene en forma de recuperación, en forma de reminiscencia, en forma de recuerdo, y que muchas veces tendemos como sociedad al olvido de verdades fundamentales que no están ahí en forma de leyes o mandatos, sino que están solidificadas en leyes morales o incluso en forma de tradiciones, y una de esas verdades universales es la obligación que tenemos de cuidar al prójimo e incluso de dar la vida por él. Si algo debemos aprender de Hayek y de su teoría epistémica del mercado es que la propia sociedad, organizada en torno a esferas operativas y funcionales de muy distinta índole, engendra por sí misma y espontáneamente conocimiento que no es tan tácito como algunos creen, sino que se plasma a la hora de vertebrar los mecanismos de mercado, los códigos morales o el mismo derecho. Como consecuencia de ese destilado conceptual, todos los órdenes sociales se coordinan y se imponen límites entre sí. Hayek aceptaba que el mercado estuviera limitado en su operatividad por las pretensiones de autonomía de todos estos órdenes. A esto Hayek lo llamaba “juego de la catalaxia”. Sin embargo, tal sumisión debería estar condicionada a que fuera fruto de la más pura espontaneidad social. De esta forma, el Estado, al vertebrarse sobre el principio de autoridad, devenía en un mal necesario que debería intervenir mínimamente y siempre de forma auxiliar por medio de leyes y mandatos que simplemente protegieran los derechos individuales de los ciudadanos. Esta opinión de Hayek se encuadra dentro de la corriente mainstream del liberalismo clásico con sus consiguientes variantes, desde Locke hasta Nozick. Todas estas críticas, en mi opinión, fallan en un punto concreto, un punto que Hegel supo explotar muy bien a la hora de perfilar su crítica hacia el liberalismo y al corpus doctrinal que trajo consigo, corpus doctrinal en que se mueve también el socialismo: la idea de intersubjetividad. El Estado no era un invento más, algo de naturaleza distinta a la sociedad civil y que le oponía a su espontaneidad y creatividad su autorictas y su propio orden, sino que el Estado se constituía también como fruto de un entramado de relaciones intersubjetivas, de hecho, las mismas relaciones intersubjetivas que mediaban en el cuerpo social al que el liberalismo separaba tan falazmente del Estado. El Estado no era garante del derecho, sino que por el mero hecho de existir este había derecho. No tiene sentido hablar de derecho de propiedad sin Estado porque la mera existencia del Estado es un reflejo del consenso intersubjetivo existente por parte de un cuerpo social que pretende institucionalizar la posesión y convertirla en algo más, algo en lo que desarrollarse y desplegar sus atributos. Los derechos hacen al hombre libre, pero esos derechos no son previos a la existencia del Estado, sino que brotan de él mismo, en tanto que el Estado es el más alto culmen del derecho racional, el único derecho que merece ser llamado derecho realmente. ¿Y qué Estado era ese? El Estado Nación, aquel que brota de la Revolución Francesa y de todas las oleadas revolucionarias del siglo XIX. El Estado no era más que voluntad. ¿Voluntad de quién? Voluntad de la nación, voluntad de un pueblo que se da leyes a sí mismo, no aquel que las recibe desde el Vaticano o desde las manos de un monarca. A pesar de que Hegel no discute la función social de los derechos individuales, de hecho sigue a Kant al reconocerlos como “una ventana a la independencia civil”, sí se pregunta quién estaría dispuesto a dar su vida por esos derechos, quién, por ejemplo, estaría dispuesto a dar su vida por el derecho a la propiedad a costa de sacrificar su disfrute de la misma. La situación era bastante paradógica: el liberalismo, al presentar al Estado como un mero garante de derechos y no como lo que verdaderamente era, un constructo social que pivota sobre dependencias recíprocas, desarrollaría una conciencia de la individualidad abstraída totalmente de la noción de compromiso y de la noción de deber hacia el prójimo. Observad que la crítica no se centra en la existencia del derecho a la propiedad, pues para Hegel este es un derecho inalienable, pontificado e incluso sacralizado en la parte dedicada al concepto de Persona en su Filosofía del Derecho, sino a la justificación que el liberalismo hace de este. El diagnóstico que este hace del Estado burgués es el mismo que el que hace Schumpeter del capitalismo: ambos morirán de su propio éxito. Ninguno de los dos pivota sobre una concepción adulta y madura de sí mismo, sino que ambos son remedios accidentales que podrían ser o no ser, totalmente contingentes a la vez que prescindibles. La tesis es clara: la pedagogía que ofrecía el liberalismo de las instituciones que crecían en su seno era tan mala que a la postre ese problema derivaría en un descrédito sin paliativos de las propias instituciones y modos de vida que defendía. Una vida únicamente centrada en las dimensiones de la privaticidad era una vida de locura. La pedagogía atomista hacía al liberalismo sumamente vulnerable, y de esto tenemos bastante ejemplos en la actualidad. El Estado no es simplemente un monopolio de la violencia, el Estado es conciencia común y compartida, conciencia común elevada al más grande de los órdenes posibles, al orden de la nación. Esta es la enseñanza básica de la Modernidad. El concepto de nación como fuente de soberanía ya es casi papel mojado. El cosmopolitismo, anclado en el mismísimo concepto de paz perpetua esbozado por Kant hace siglos, se abre paso. Las fronteras de las naciones se difuminan. La palabra nacionalismo goza de unas connotaciones peyorativas tan fuertes que es difícil incluso ver a los nacionalistas llamarse a sí mismos nacionalistas. Se dicen a sí mismos patriotas. La batalla que libran la nación y el cosmopolitismo es atroz. La primera tiene todas las de perder. Sin embargo, en medio de este caos el Estado sigue ahí, como remanente último de la conciencia histórica de un pueblo, como lugar en que aquellos que ya no están y aquellos que aún están por venir, como diría Burke, convivirán y juntos devenirán universales. La España indómita de los balcones, los profesionales que han dado su vida desinteresadamente por salvar a ciudadanos a los que ni siquiera conocen, la ejemplaridad de una sociedad que con gusto se aísla para proteger a sus mayores, al mayor de los tesoros que tiene cualquier país que se precie de llamarse así, los enfermeros, médicos y demás profesionales sanitarios que luchan contrarreloj con absoluta escasez de medios para salvar todas las vidas que pueden, los empresarios que altruistamente donan sus recursos a la causa y fabrican ellos mismos mascarillas, guantes y respiradores (…), todos ellos son la muestra de que el individuo puede trascenderse desde el actuar y desde el género, de que todavía cabe en la sociedad la noción de sacrificio y que dar la vida por el prójimo no solo es posible, sino que es un hecho. La vida individual teme a la muerte, tiembla ante la muerte y ve en ella el más fiero atentado contra su integridad, pero los vínculos que nos unen desde el género, desde la universalidad, nos mueven a enfrentarla y a perecer voluntariamente ante ella si es por el bien común. Las categorías del republicanismo clásico siguen vivas, llevan mucho tiempo silenciadas, pero siguen vivas. La llama arde en todos nuestros corazones. La idea de que el bien común existe como categoría política y que es algo más que la mera agregación de bienes individuales aflora en todas las crisis de este calibre, y el ejemplo de su vigencia no puede ser más abrumador. Platón nos invita a abrir los ojos y a mirar a Grecia. Tan solo tenemos que recuperar los moldes políticos que nos legaron las civilizaciones clásicas. Los conservadores por un lado y el republicanismo por otro nos han dado las claves para entender la difícil situación a la que nos enfrentamos, pero eso no es todo, sino que nos han dado una mejor forma de justificar la vida en común que desarrollamos dentro de la sociedad civil y el Estado. Defendamos lo que tenemos, pero hagámoslo bien. Y sobre todo, hagámoslo desde una concepción adecuada de nuestra propia naturaleza. 
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