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EL VALOR DE LA PALABRA

Sergio Rupérez - 11 de Abril, 2020
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Son tiempos difíciles. Tras años nadando en las procelosas aguas de la incertidumbre, recuperados tan sólo en parte del último crack económico, nos hallamos instalados ahora en el silencio. Un silencio que duele, pues nos obliga a parar y a mirarnos al espejo. Quizá no éramos tan brillantes como pensábamos, quizá portábamos claroscuros que la levedad y rapidez del mundo artificial en el que vivíamos nos había conducido a olvidar. Quizá y sólo quizá, nos parecíamos más a los millones de humanos imperfectos que nos precedían y a los que siempre consideramos diferentes a nosotros.

Dicen que ante una emergencia, somos capaces de ver lo mejor y lo peor de la humanidad. No andan desencaminados quienes lo defienden. Pues en estas tesituras nos encontramos la bondad personificada y a lucifer remando en el mismo barco, aunque con trayectos cambiados. Y qué pena compartir embarcación. La Democracia también cuenta con defectos. Es lo que tiene la pluralidad y la libertad ¡y mejor así! Pero volviendo a los reflejos de ese espejo que nos ha impuesto la realidad, se observa en ellos que la ignorancia, que otrora contribuyó a arrasar ciudades y continentes, y que creíamos superada, reaparece presa de un caldo de cultivo excepcional. Un caldo con ingredientes muy variopintos, donde se cuentan soledad, indignación, pobreza o dolor, por nombrar sólo algunos, pero que hace las delicias de algunos de los habitantes más infectos de este mundo tan extenso y alocado que nos ha tocado vivir. 

¿Pero qué es la ignorancia? Pues el desconocimiento del que cree histriónicamente conocer. Tiene muchas formas diferentes, distintos ángulos, pero a la hora de la verdad desemboca en las mismas consecuencias. El ignorante se enorgullece de sus viles chanzas, celebra su incultura y además busca arrastrarnos a todos tras de sí. Un pobre diablo que termina condenándonos a todos al sufrimiento, más o menos duradero. Pero el ignorante tiene amo, y no es precisamente su persona misma. Sin amo no surge efecto su veneno. Para que toda la maquinaria sea de utilidad a los maldicientes y funcione a la perfección hacen falta seres iluminados que enamoren a los cerebros vacuos y que precipiten que el mal teorizado se haga realidad. No tienen por qué ser dictadores, pueden ser también falsos demócratas. Aquí entra el valor que le damos a las palabras.

Son los buenos términos, elegidos por su impacto, así como las frases facilonas ya masticadas, ideales para engullir sin esfuerzo, los que logran que el banquete del ignorante sea sobresaliente. Este menú sobredimensionado funcionaba hace siglos y funciona ahora en la era de Internet. Es más, permítanme que considere más fecunda esta época que las anteriores. Hoy son más los canales de comunicación, más rápido y eficiente el bombardeo mediático. Tenemos, en definitiva, más facilidades para engañarnos a nuestro gusto. El neopopulismo campa a sus anchas. No hace falta que se cumpla lo que se promete. Lo importante no es lo dicho, sino que se ha dicho. Aunque haya pruebas de que es mentira, aunque sea evidente el impacto negativo sobre todos nosotros de ciertas consignas. Da igual. Es razonable porque se ha dicho y con atractivas palabras. Y además quienes lo dicen no son como los otros. Siempre hay un “otro” al que culpar. Ellos nos protegen. Nos salvan. Llevan la razón.

Pese a su idílica apariencia inicial, desgraciadamente esta dieta nos conduce una vez más a la resignación, al distanciamiento entre iguales, la persecución de ideas, la limitación de la libertad, la intimidación, el odio, el sometimiento y, en casos extremos, la muerte. Todo ello nunca será promocionado en la puerta de este metafórico restaurante, no lo duden, se descubrirá siempre al pagar la cuenta. 
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Está claro. El reflejo muestra un panorama desolador. Salimos todavía demasiado feos. Se disipan las dudas y se confirman los temores. Algo falla. Creíamos que éramos mejores como sociedad, pero seguimos repitiendo los errores del pasado. ¿Soluciones? Quizá deberíamos buscarlas en la ayuda y el respeto a los otros y en la valoración de quienes gritan poco, hablan menos y tienen, aunque dudosas, algunas certezas. Creer en las palabras, sí, pero atendiendo más a su profundidad que a su estética y resonancia. Reflexionar y cuestionar. Pensar por nosotros mismos. No repetir cuales loros eslóganes de todo tipo. Un menú más light, con menos emociones, pero a la larga bastante más saludable. 

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