DON ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLO: LECCIONES POLÍTICAS PARA ESTOS NUESTROS TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE
Iván Atienza - 18 de septiembre, 2020
Hay pocas figuras políticas tan tergiversadas en la historia de nuestro país como la figura de Antonio Cánovas del Castillo. Sobre él pesa la culpa, parece ser, de las mayores desgracias de la historia del siglo XIX: corrupción, caciquismo, clientelismo… Pocos se atreven a alzar la voz en su favor. Para hacerlo, no hace falta siquiera mentir o hacer uso de medias verdades, como sin duda hacen sus críticos. Simplemente es necesario contextualizar. Cuando se le presenta en Bachillerato, todos los alumnos tienen de él la imagen de un conservador rancio obcecado con restaurar la monarquía a cualquier precio. El paladín de los Borbones, dicen otros tantos. Es bastante complicado nadar contracorriente con estos asuntos. Las razones son variadas, sin duda. En una cultura de la información instantánea como tenemos ahora, que también podría ser catalogada como una cultura de la incultura, prácticamente nadie se toma la calma de seguir unos cuantos pasos que a mi parecer son recomendables en el estudio de cualquier personalidad histórica: el primero de ellos, conocer sus motivaciones y fines, sin duda. El segundo de ellos, conocer su época e inscribirla a ser posible en un contexto de enfoque internacional. ¿Quién no ha escuchado hablar del caciquismo y del fraude electoral en la Restauración? Bien, pues permitidme reformular la pregunta de otro modo: ¿quién se ha tomado las mínimas molestias en estudiar eso mismo en países de nuestro entorno, como Francia, Inglaterra o Alemania? Es verdaderamente asombroso el “vicio futurólogo” que impregna nuestra sociedad de arriba abajo. Vamos a definir este concepto, pues yo creo que es bastante interesante. La “futurología” no es otra cosa que el arte de juzgar el presente y trazar caminos de futuro sin tener ni pajolera idea de dónde partimos o cuán tortuoso fue el camino que tomamos para llegar hasta donde estamos. El futurólogo suele creer que antes de nacer él, nada se ha hecho. De alguna forma, su nacimiento trajo consigo las mayores dichas y venturas. Antes de mí, la nada. Ahora lo que toca es mirar al futuro. Las razones de este tipo de esquemas mentales son muy simples, de hecho, las voy a aglutinar en una palabra: incultura. Seamos claros, señores, la mayor parte de nuestros conciudadanos apenas sabe qué ocurre a su alrededor en estos momentos, como para encima pedirles explicaciones de lo que sucedió hace dos o tres siglos. Es inútil. La reverencia y el respeto por nuestros ancestros nace del profundo conocimiento que albergamos de las dificultades que nos han traído hasta aquí. Difícilmente puede uno valorar, por ejemplo, a Antonio Cánovas del Castillo, si ni siquiera sabe qué fue de la época de Antonio Cánovas del Castillo y qué relación puede o no tener con los tiempos actuales. De hecho, no es mi propósito el de escribir una biografía de este gran hombre, ya la tenéis entre mis hilos de Twitter, sino el de resaltar algunos puntos de unión con la época presente que nos podrían servir para iluminar ciertos claroscuros que a día de hoy parecen impracticables.
Cánovas, como hombre de Estado que fue, objetivamente y esto es induscutible de los más importantes en nuestra historia, vivió una época bastante convulsa. El siglo XIX en España es un siglo de continuos y fracasados experimentos. El más fracasado de todos ellos, sin duda, la Primera República. Estos experimentos no tenían otra razón de ser que la de intentar superar por la izquierda a todos nuestros vecinos europeos. España fue la cuna del liberalismo político. Algunos señalan la Revolución Norteamericana como la primera revolución liberal de la historia. Bajo mi punto de vista, esto es una fantochada mayúscula. La Revolución Norteamericana constituyó una guerra de liberación contra el imperio británico, una guerra de liberación que dio lugar a un Estado estructurado bajo el ideal conservador; esto es, puramente feudal en lo que se refiere al sistema de contrapesos y poderes, sistema abanderado por los padres fundadores, como bien señala Nisbet en sus declaraciones sobre Hamilton. La Revolución que dio lugar a los EEUU tal y como los concebimos actualmente ni siquiera tuvo una declaración de derechos reconocible, como sí la tiene la Revolución Francesa. El problema es que la última, y quien sabe de esta época entenderá a lo que me refiero, es de todo menos una revolución liberal. Con la Convención, Francia se desembaraza definitivamente de todo ideal liberal y toma el camino de la Revolución en el más puro sentido de la palabra. El Terror Revolucionario, violencia virtuosa como diría Robespierre, tuvo como objetivo principal la edificación de un nuevo país bajo consignas igualitaristas y demoledoras de todo lo que oliera a libertad y a tolerancia. No solo el Ancien Régime fue presa de los sueños más húmedos del cirujano Joseph Ignace Guillotin. La Revolución Francesa constituyó el espejo en el que se miraron los principales movimientos revolucionarios obreros hasta la revolución bolchevique en 1917. La famosa Marsellesa de los Trabajadores, escrita por Lavrov en 1875, fue usada tanto por el gobierno provisional de Kerensky como por los bolcheviques durante un año, desde 1917 hasta 1918, justo después de la Revolución de Octubre. Es decir, las conexiones entre la Francia de los sans-culottes y las revoluciones de corte obrero son innegables, por lo que difícilmente podemos catalogar a la Revolución Francesa como una revolución de carácter burgués. Este propósito es absurdo y carece de todo tipo de sentido. De esta forma, nos queda España. La Constitución de 1812, Constitución aprobada por la Junta de Central en Cádiz bajo el asedio de las tropas napoleónicas, fue la primera constitución netamente liberal de la historia. Sí, y en España. El mismo Cánovas, de hecho, proviene de esa tradición. Su padre, conocido en Málaga como el “campeón progresista”, dejó una impronta bastante importante en el joven Cánovas. ¿Cuántos saben que su primera afiliación política se dio en el ala más izquierdista del Partido Moderado, los puritanos?, ¿cuántos saben que en 1854, junto con el general O’Donnell, fue uno de los principales instigadores de la Vicalvarada, revolución que tenía como objetivo, al menos al principio, destronar a Isabel y entronar a Pedro V de Portugal como rey de España? Sí, Cánovas en el Recuerdo Histórico, aboga por destronar a Isabel y a la dinastía de los Borbones para encumbrar a Pedro V y de paso conseguir la famosa Unidad Ibérica. ¿Por qué esto nunca se explica? Es asombroso, puesto que Cánovas ha pasado a la historia de España por ser el Sancho Panza de los Borbones cuando en verdad trató de ponerles las maletas en la puerta en 1854. ¿Cuántos saben que Cánovas del Castillo militó, antes de en el Partido Conservador que él mismo fundó, en la Unión Liberal, partido considerado de centro (o bisagra) de la época? El problema de todo esto es el de siempre: Cánovas fue un liberal al que la vertiginosidad de los acontecimientos dejó anclado en el ala más conservadora de la política del momento. Y esto se debe al error que él mismo diagnosticó con el advenimiento de la Primera República y que tantas veces denunció en el Congreso: la “política del progreso” por sí sola no es suficiente. Todos los grandes cambios llevan aparejadas transformaciones profundas del orden social y económico que necesitan de cierta maduración, de cierta paciencia, de cierta templanza para que puedan fructificar sin conducir a desórdenes sociales e incluso a golpes de Estado. Cánovas del Castillo se encontró con un país en que se habían producido más de una decena de pronunciamientos solo desde el final de la Guerra de la Independencia hasta 1874, año en que tiene lugar la famosa Restauración Borbónica, capitaneada por él, como todos saben. Cánovas se encontró con un país totalmente descompuesto y desmembrado por un crisol de nuevas ideologías, como el federalismo, el socialismo y el anarquismo, que provenían de Europa y que desarticularon nuestro sistema político en el corto plazo de casi un año que duró la Primera República. Para más inri, cuando el general Pavía se pronuncia y termina con el último gobierno de la República, el de Castelar, España se encontraba en un sinfín de guerras civiles, desde la Tercera Guerra Carlista hasta las guerras cantonalistas (Cartagena, Toro, Motril, Alicante, Castellón, Écija). Es decir, la situación política no puede ser más grave y desesperada. Cánovas se enfrentó principalmente a este problema: cómo encauzar la avidez de progreso de una de las sociedades más reformistas de la época sin tensionar fatalmente los cimientos del sistema. Los objetivos del sistema canovista fueron variados, sin embargo, todos ellos triunfaron en mayor o menor manera, dándole a España más de cuatro décadas de relativa estabilidad y paz ininterrumpida. La Constitución de 1876 ha sido la Constitución más duradera de nuestra historia, incluso más que la actual, la de 1978. Solo el infame golpe de Miguel Primo de Rivera en 1923 pudo acabar con él, y esto se debe más a la conjunción de factores externos, como el desastre de Annual y el informe Picasso, que a la degradación del sistema mismo.
Cánovas se percató de unos cuantos hechos de vital trascendencia a la hora de configurar el nuevo sistema que habría de ver luz para poner punto y final al Sexenio Anárquico, también llamado por los más afectos a los eufemismos Sexenio Revolucionario o incluso Sexenio Democrático. Estos eran los siguientes: primero y antes de nada, el sistema tenía que dar cabida a una alternativa a la derecha parlamentaria. No era concebible que la izquierda se viera forzada a valerse de golpes de Estado para acceder al poder, como efectivamente ocurrió durante todo el reinado isabelino. De hecho, él mismo participó en la revolución que dio entrada al gobierno a la izquierda, los famosos liberales progresistas. La Vicalvarada, como ya he mencionado anteriormente, fue urdida por él. Responsabilidad suya es el Manifiesto del Manzanares y el triunfo final de la Revolución. Aún así, los progresistas solo pudieron gobernar dos años durante el reinado efectivo de Isabel, desde 1854 hasta 1856. Cánovas era firme defensor de la cultura política de los acuerdos y las transacciones, como él los llamaba, y así obró. Los restos del Partido Progresista y algunos unionistas pasarían a conformar el Partido Liberal-Fusionista, liderado por Sagasta, y él llevaría las riendas del Partido Liberal-Conservador, partido integrado por antiguos moderados y algunos unionistas. Cánovas entendió mejor que nadie que para que todos los electores se vieran representados ningún partido no extremista podía quedar fuera del juego parlamentario. ¿Hubo caciquismo? Sin duda, pero lo único cierto es que no era mayor que el de Reino Unido por aquella época y que permitió que ambos partidos gobernaran y se miraran de tú a tú, en igualdad de condiciones, impidiendo así una política controlada exclusivamente por los militares. Por otra parte, entendió mejor que nadie que la monarquía, además de ser un fundamento de moderación y autoridad frente a los desmanes revolucionarios, era el símbolo efectivo de la unidad de la nación. La monarquía era la mejor receta frente a experimentos federalistas. De hecho, aunque él en 1869 mostrara en el Congreso sus simpatías por Alfonso XII, el legítimo heredero, les aseguró a los Progresistas y Demócratas que siempre contarían con su leal apoyo, sea cual fuere el rey que finalmente se eligiera. Solo es cuando Amadeo se ve totalmente desbordado cuando Cánovas se reúne con Isabel en París y empieza a planificar la Restauración.
Cánovas fue un político de origen humilde. En 1869 dijo, visiblemente emocionado en el Congreso: “¿Qué somos nosotros, aquellos hombres del estado llano, que bajo estas bóvedas hemos ganado cuanto somos?, ¿qué somos nosotros sino frutos de esta joven democracia española?” Mientras que en Inglaterra era condición indispensable ostentar títulos nobiliarios para poder ejercer la labor de gobierno, aquí, en Madrid, un joven malagueño sin nombre ni renombre empezaba sus andadas por el proceloso mundo de la política en España. Poco a poco, su peso resultó decisivo tanto para los gobiernos unionistas como para los gobiernos moderados a la hora de la toma de decisiones trascendentales, como por ejemplo en todo lo relativo a la mediación con la Santa Sede o con Cuba, uno de nuestros últimos territorios de ultramar y que ya estaba iniciando las andadas hacia la independencia. Cuando le llegó el turno, no dudó en tomar las riendas del país y condujo con éxito a buen puerto una de las situaciones más dramáticas de nuestra historia. Desde la cultura de la transacción y el diálogo, supo enderezar lo que muchos ya consideraban insalvable. Mientras unos prometían, denunciaban y volvían a prometer, Cánovas intentó en todo momento que el tren no descarrilara, hubiera que ir lo lento que hiciera falta. Su vida fue, ni más ni menos, un proyecto de país. Un proyecto de lealtad incondicional a sus rivales políticos, pues por encima de rivales, eran sus compatriotas. Él mismo, en respuesta a Moret en su Discurso sobre los derechos individuales, manifestó que:
Pero aguardo en cambio, señores Diputados, la experiencia que estáis haciendo, con calma; la aguardo con lealtad; la aguardo con desinterés; y desde ahora digo a todos los señores Diputados que componen la mayoría monárquica de esta Asamblea que si hacen felizmente esa experiencia; si pueden con el texto de la Constitución escrita traer a este país la paz, levantar con firmeza una monarquía, devolver la confianza a las clases conservadoras, y devolver con ella el trabajo a la clase proletaria; darle en suma al país todo lo que al presente le falta, yo bajaré mi cabeza, yo me daré por vencido en mis antiguas opiniones; y así como no os creo dificultades para eso hasta ahora, no os las crearé jamás.
Cánovas es a día de hoy una figura ciertamente imbuida de un sentimiento trágico. La tragedia no está en sus errores, ni siquiera en sus aciertos, pues al igual que todo error contiene la semilla de la redención, todo acierto contiene la del conformismo y la desidia. Lo verdaderamente trágico de Cánovas es que, un siglo y medio después y tras muchos avatares de la historia, no contamos entre nosotros con un hombre con la gallardía y el aplomo que le caracterizaba. Vivimos tiempos trascendentales y no parecemos comprender que la ideología sin liderazgo es un puro pasatiempo filosófico y que el liderazgo exento de ideología es pura vanidad que muchas veces degenera en tiranía. Nuestro país se bate en un batalla a vida y muerte. En los ojos de Cánovas y en los de nuestros grandes hombres luce la llama del espíritu de una nación milenaria, una nación que no se resiste a perecer, una nación que, como dijo Bismark, siempre resiste a pesar de que muchos desde dentro se empecinen en destruirla. Sin pasado no hay futuro más allá de la bruma y la neblina. A veces conviene volver a subirse a hombros de gigantes.
Cánovas, como hombre de Estado que fue, objetivamente y esto es induscutible de los más importantes en nuestra historia, vivió una época bastante convulsa. El siglo XIX en España es un siglo de continuos y fracasados experimentos. El más fracasado de todos ellos, sin duda, la Primera República. Estos experimentos no tenían otra razón de ser que la de intentar superar por la izquierda a todos nuestros vecinos europeos. España fue la cuna del liberalismo político. Algunos señalan la Revolución Norteamericana como la primera revolución liberal de la historia. Bajo mi punto de vista, esto es una fantochada mayúscula. La Revolución Norteamericana constituyó una guerra de liberación contra el imperio británico, una guerra de liberación que dio lugar a un Estado estructurado bajo el ideal conservador; esto es, puramente feudal en lo que se refiere al sistema de contrapesos y poderes, sistema abanderado por los padres fundadores, como bien señala Nisbet en sus declaraciones sobre Hamilton. La Revolución que dio lugar a los EEUU tal y como los concebimos actualmente ni siquiera tuvo una declaración de derechos reconocible, como sí la tiene la Revolución Francesa. El problema es que la última, y quien sabe de esta época entenderá a lo que me refiero, es de todo menos una revolución liberal. Con la Convención, Francia se desembaraza definitivamente de todo ideal liberal y toma el camino de la Revolución en el más puro sentido de la palabra. El Terror Revolucionario, violencia virtuosa como diría Robespierre, tuvo como objetivo principal la edificación de un nuevo país bajo consignas igualitaristas y demoledoras de todo lo que oliera a libertad y a tolerancia. No solo el Ancien Régime fue presa de los sueños más húmedos del cirujano Joseph Ignace Guillotin. La Revolución Francesa constituyó el espejo en el que se miraron los principales movimientos revolucionarios obreros hasta la revolución bolchevique en 1917. La famosa Marsellesa de los Trabajadores, escrita por Lavrov en 1875, fue usada tanto por el gobierno provisional de Kerensky como por los bolcheviques durante un año, desde 1917 hasta 1918, justo después de la Revolución de Octubre. Es decir, las conexiones entre la Francia de los sans-culottes y las revoluciones de corte obrero son innegables, por lo que difícilmente podemos catalogar a la Revolución Francesa como una revolución de carácter burgués. Este propósito es absurdo y carece de todo tipo de sentido. De esta forma, nos queda España. La Constitución de 1812, Constitución aprobada por la Junta de Central en Cádiz bajo el asedio de las tropas napoleónicas, fue la primera constitución netamente liberal de la historia. Sí, y en España. El mismo Cánovas, de hecho, proviene de esa tradición. Su padre, conocido en Málaga como el “campeón progresista”, dejó una impronta bastante importante en el joven Cánovas. ¿Cuántos saben que su primera afiliación política se dio en el ala más izquierdista del Partido Moderado, los puritanos?, ¿cuántos saben que en 1854, junto con el general O’Donnell, fue uno de los principales instigadores de la Vicalvarada, revolución que tenía como objetivo, al menos al principio, destronar a Isabel y entronar a Pedro V de Portugal como rey de España? Sí, Cánovas en el Recuerdo Histórico, aboga por destronar a Isabel y a la dinastía de los Borbones para encumbrar a Pedro V y de paso conseguir la famosa Unidad Ibérica. ¿Por qué esto nunca se explica? Es asombroso, puesto que Cánovas ha pasado a la historia de España por ser el Sancho Panza de los Borbones cuando en verdad trató de ponerles las maletas en la puerta en 1854. ¿Cuántos saben que Cánovas del Castillo militó, antes de en el Partido Conservador que él mismo fundó, en la Unión Liberal, partido considerado de centro (o bisagra) de la época? El problema de todo esto es el de siempre: Cánovas fue un liberal al que la vertiginosidad de los acontecimientos dejó anclado en el ala más conservadora de la política del momento. Y esto se debe al error que él mismo diagnosticó con el advenimiento de la Primera República y que tantas veces denunció en el Congreso: la “política del progreso” por sí sola no es suficiente. Todos los grandes cambios llevan aparejadas transformaciones profundas del orden social y económico que necesitan de cierta maduración, de cierta paciencia, de cierta templanza para que puedan fructificar sin conducir a desórdenes sociales e incluso a golpes de Estado. Cánovas del Castillo se encontró con un país en que se habían producido más de una decena de pronunciamientos solo desde el final de la Guerra de la Independencia hasta 1874, año en que tiene lugar la famosa Restauración Borbónica, capitaneada por él, como todos saben. Cánovas se encontró con un país totalmente descompuesto y desmembrado por un crisol de nuevas ideologías, como el federalismo, el socialismo y el anarquismo, que provenían de Europa y que desarticularon nuestro sistema político en el corto plazo de casi un año que duró la Primera República. Para más inri, cuando el general Pavía se pronuncia y termina con el último gobierno de la República, el de Castelar, España se encontraba en un sinfín de guerras civiles, desde la Tercera Guerra Carlista hasta las guerras cantonalistas (Cartagena, Toro, Motril, Alicante, Castellón, Écija). Es decir, la situación política no puede ser más grave y desesperada. Cánovas se enfrentó principalmente a este problema: cómo encauzar la avidez de progreso de una de las sociedades más reformistas de la época sin tensionar fatalmente los cimientos del sistema. Los objetivos del sistema canovista fueron variados, sin embargo, todos ellos triunfaron en mayor o menor manera, dándole a España más de cuatro décadas de relativa estabilidad y paz ininterrumpida. La Constitución de 1876 ha sido la Constitución más duradera de nuestra historia, incluso más que la actual, la de 1978. Solo el infame golpe de Miguel Primo de Rivera en 1923 pudo acabar con él, y esto se debe más a la conjunción de factores externos, como el desastre de Annual y el informe Picasso, que a la degradación del sistema mismo.
Cánovas se percató de unos cuantos hechos de vital trascendencia a la hora de configurar el nuevo sistema que habría de ver luz para poner punto y final al Sexenio Anárquico, también llamado por los más afectos a los eufemismos Sexenio Revolucionario o incluso Sexenio Democrático. Estos eran los siguientes: primero y antes de nada, el sistema tenía que dar cabida a una alternativa a la derecha parlamentaria. No era concebible que la izquierda se viera forzada a valerse de golpes de Estado para acceder al poder, como efectivamente ocurrió durante todo el reinado isabelino. De hecho, él mismo participó en la revolución que dio entrada al gobierno a la izquierda, los famosos liberales progresistas. La Vicalvarada, como ya he mencionado anteriormente, fue urdida por él. Responsabilidad suya es el Manifiesto del Manzanares y el triunfo final de la Revolución. Aún así, los progresistas solo pudieron gobernar dos años durante el reinado efectivo de Isabel, desde 1854 hasta 1856. Cánovas era firme defensor de la cultura política de los acuerdos y las transacciones, como él los llamaba, y así obró. Los restos del Partido Progresista y algunos unionistas pasarían a conformar el Partido Liberal-Fusionista, liderado por Sagasta, y él llevaría las riendas del Partido Liberal-Conservador, partido integrado por antiguos moderados y algunos unionistas. Cánovas entendió mejor que nadie que para que todos los electores se vieran representados ningún partido no extremista podía quedar fuera del juego parlamentario. ¿Hubo caciquismo? Sin duda, pero lo único cierto es que no era mayor que el de Reino Unido por aquella época y que permitió que ambos partidos gobernaran y se miraran de tú a tú, en igualdad de condiciones, impidiendo así una política controlada exclusivamente por los militares. Por otra parte, entendió mejor que nadie que la monarquía, además de ser un fundamento de moderación y autoridad frente a los desmanes revolucionarios, era el símbolo efectivo de la unidad de la nación. La monarquía era la mejor receta frente a experimentos federalistas. De hecho, aunque él en 1869 mostrara en el Congreso sus simpatías por Alfonso XII, el legítimo heredero, les aseguró a los Progresistas y Demócratas que siempre contarían con su leal apoyo, sea cual fuere el rey que finalmente se eligiera. Solo es cuando Amadeo se ve totalmente desbordado cuando Cánovas se reúne con Isabel en París y empieza a planificar la Restauración.
Cánovas fue un político de origen humilde. En 1869 dijo, visiblemente emocionado en el Congreso: “¿Qué somos nosotros, aquellos hombres del estado llano, que bajo estas bóvedas hemos ganado cuanto somos?, ¿qué somos nosotros sino frutos de esta joven democracia española?” Mientras que en Inglaterra era condición indispensable ostentar títulos nobiliarios para poder ejercer la labor de gobierno, aquí, en Madrid, un joven malagueño sin nombre ni renombre empezaba sus andadas por el proceloso mundo de la política en España. Poco a poco, su peso resultó decisivo tanto para los gobiernos unionistas como para los gobiernos moderados a la hora de la toma de decisiones trascendentales, como por ejemplo en todo lo relativo a la mediación con la Santa Sede o con Cuba, uno de nuestros últimos territorios de ultramar y que ya estaba iniciando las andadas hacia la independencia. Cuando le llegó el turno, no dudó en tomar las riendas del país y condujo con éxito a buen puerto una de las situaciones más dramáticas de nuestra historia. Desde la cultura de la transacción y el diálogo, supo enderezar lo que muchos ya consideraban insalvable. Mientras unos prometían, denunciaban y volvían a prometer, Cánovas intentó en todo momento que el tren no descarrilara, hubiera que ir lo lento que hiciera falta. Su vida fue, ni más ni menos, un proyecto de país. Un proyecto de lealtad incondicional a sus rivales políticos, pues por encima de rivales, eran sus compatriotas. Él mismo, en respuesta a Moret en su Discurso sobre los derechos individuales, manifestó que:
Pero aguardo en cambio, señores Diputados, la experiencia que estáis haciendo, con calma; la aguardo con lealtad; la aguardo con desinterés; y desde ahora digo a todos los señores Diputados que componen la mayoría monárquica de esta Asamblea que si hacen felizmente esa experiencia; si pueden con el texto de la Constitución escrita traer a este país la paz, levantar con firmeza una monarquía, devolver la confianza a las clases conservadoras, y devolver con ella el trabajo a la clase proletaria; darle en suma al país todo lo que al presente le falta, yo bajaré mi cabeza, yo me daré por vencido en mis antiguas opiniones; y así como no os creo dificultades para eso hasta ahora, no os las crearé jamás.
Cánovas es a día de hoy una figura ciertamente imbuida de un sentimiento trágico. La tragedia no está en sus errores, ni siquiera en sus aciertos, pues al igual que todo error contiene la semilla de la redención, todo acierto contiene la del conformismo y la desidia. Lo verdaderamente trágico de Cánovas es que, un siglo y medio después y tras muchos avatares de la historia, no contamos entre nosotros con un hombre con la gallardía y el aplomo que le caracterizaba. Vivimos tiempos trascendentales y no parecemos comprender que la ideología sin liderazgo es un puro pasatiempo filosófico y que el liderazgo exento de ideología es pura vanidad que muchas veces degenera en tiranía. Nuestro país se bate en un batalla a vida y muerte. En los ojos de Cánovas y en los de nuestros grandes hombres luce la llama del espíritu de una nación milenaria, una nación que no se resiste a perecer, una nación que, como dijo Bismark, siempre resiste a pesar de que muchos desde dentro se empecinen en destruirla. Sin pasado no hay futuro más allá de la bruma y la neblina. A veces conviene volver a subirse a hombros de gigantes.