A vueltas con la Restauración: breves lecciones políticas de los regeneracionistas
Iván Atienza - 3 de junio, 2020
Hay algo que nos trasciende a todos como individuos y como voluntades, y esto es el respeto hacia los que ya no están y la responsabilidad hacia los que están por venir.
En este breve artículo me gustaría lanzar una breve reflexión acerca de lo acontecido estos últimos meses e incluso años. Una reflexión histórica, pero sobre todo personal, que pueda arrojar algo de luz y comprensión sobre la tectónica de placas de nuestra vida política y social. Mi primera tesis es simple y directa, no obstante no debe confundirse con una crítica particular hacia alguna formación política o personaje concreto, sino que debe ser tomada en su más absoluta generalidad: el sistema político que vio nacer la década de los ochenta está gravemente enfermo. La crisis de legitimidad que atraviesan las instituciones es difícilmente sostenible y uno alberga la desalentadora sensación de que los tiempos que llegan nos depararán sorpresas bastante desagradables. Es ciertamente difícil evitar hacer analogías con otros períodos de la historia reciente del país. Bastante, de hecho, pues difícilmente la sociedad española de finales del siglo XIX puede servir como ejemplo para entendernos tal y como somos ahora, al menos con ciertas dosis de generalidad y rigor. Aún así, hay ciertas críticas que no solo no pierden vigencia, sino que ganan en nitidez y claridad a medida que pasan los años, y a eso voy, a señalar con el dedo algunos rincones para muchos desconocidos de nuestro pasado y a tratar de darle algún tipo de sentido al esperpento que ahora vivimos. Y no solo eso. Me gustaría lanzar una advertencia bastante clara a mi generación, generación a mi modo de ver totalmente desarmada frente a los tiempos que están por venir. Hemos tenido la suerte de criarnos y educarnos en una cultura democrática, libre y abierta, una cultura cimentada sobre el concepto de ciudadanía e igualdad de derechos, cultura revolucionaria donde las haya. Llegó a Europa con la Revolución Francesa y tardó más de un siglo en desarrollarse plenamente hasta dar lugar a las democracias modernas europeas. En estos momentos nos parecería extraño e inadmisible que cualquiera por cuestiones de raza o sexo no pudiera decidir libremente sobre aquellos asuntos que le atañen a la comunidad y por ende a sí mismo. No obstante, este consenso es relativamente nuevo en términos históricos. A pesar de que la fuerza que irradia su figura parezca una garantía de futuro absolutamente fuera de dudas, conviene recordar que el consenso es frágil y pende de una suerte de factores, muchos de los cuales, a mi juicio, se están traicionando deliberadamente.
Sin ir más lejos, movámonos a las últimas décadas de la Restauración, a la antesala del golpe militar encabezado por Miguel Primo de Rivera. Los historiadores suelen dar dos claves principales para entender los acontecimientos que marcaron esta época: la primera de ellas, sin lugar a dudas, la radicalidad política en su forma más cruda, apenas imaginable por cualquiera de nosotros en estos momentos. Desde el genocidio del Cu-Cut hasta la Huelga de la Canadiense, el período que abarcaría desde la llegada de Alfonso XIII al poder hasta prácticamente 1923 estuvo marcado por un clima de una tensión política totalmente insoportable, conflictos entre milicias ciudadanas armadas afines a la patronal (el Somatén) y los pistoleros anarquistas y el protagonismo indiscutible del desastre de Annual, cuyo máximo exponente fue el informe Picasso, para muchos detonante principal del golpe y que incluso incriminaba al propio rey en la tragedia. La segunda de las claves, y la que más atañe a nuestro propósito, es la crítica descarnada al sistema político de la Restauración, crítica que fue articulada desde prácticamente todos los frentes ideológicos posibles y que permeó hasta tal punto que solo el PCE y la CNT se opusieron explícitamente a la dictadura de Primo, siendo así forzados a pasar a la clandestinidad. Incluso el PSOE vio con buenos ojos aquella nueva situación histórica, no digamos los liberales, conservadores, mauristas radicales y sobre todo el ejército (al menos hasta la huelga de artilleros), que vieron en el nuevo régimen una oportunidad para satisfacer sus demandas. Pablo Iglesias, Besteiro o incluso el propio Largo Caballero vieron con buenos ojos esta política colaboracionista con el dictador, hasta tal punto de ser la UGT la mayor responsable de la redacción del nuevo Código del Trabajo. Es ciertamente inquietante ver cómo la dictadura fue tan bien recibida incluso en círculos a priori para nada favorables en términos de afinidad política. ¿Cuáles fueron las causas de tal recibimiento? Como ya he mencionado anteriormente, la conflictividad social jugó un papel clave en todo esto. Por otra parte, podemos añadir la tradición injerencial del ejército en la política del país, el cual desde los tiempos de Baldomero Espartero había puesto y quitado presidentes a su antojo. Sin ir más lejos, se cobraron la cabeza de García Prieto cuando este osó hacerles frente con su guerra particular contra las Juntas Militares de Defensa. Eduardo Dato, su sucesor, se vio incluso obligado a legalizarlas, a pesar del grave peligro que estas suponían para la pervivencia del ya debilitado régimen turnista. Sin embargo, la pregunta crucial que debemos responder no es tanto qué acontecimientos particulares llevaron al golpe sino qué ocurrió en la opinión pública del país para que este fuera en general bien recibido. Muchos os preguntaréis: ¿y por qué esto es relevante en modo alguno? Pues por una sencilla razón: la crítica a la clase política puede extrapolarse en muchos sentidos a la situación que vivimos en la actualidad. ¿Estoy dando a entender que estamos en la antesala de un golpe de Estado? En absoluto, mi propósito es precisamente advertir cuáles fueron las causas que condujeron a ese deterioro en la confianza del sistema y que esto nos sirva para intentar encontrar soluciones para nuestra situación actual, pues los paralelismos son innegables. Las principales críticas las podemos encontrar en la Escuela Libre de Enseñanza, de carácter fundamentalmente liberal, y en dos intelectuales bastante conocidos en la literatura política española: Ricardo Macías Picavea y Joaquín Costa. A pesar de que sus obras son bastante propias en contenido y forma, podemos extraer un mínimo común denominador de todas ellas: el régimen canovista estaba viciado por el oportunismo político y por ser “una forma de hacer carrera”, además de ser una “feria de vanidades”, “un puente para pasar desde el montón anónimo de los oprimidos a la clase de los privilegiados y repartirse el botín” y en definitiva, una “bolsa de contratación del poder” (Joaquín Costa, Oligarquía y Caciquismo). Además, al igual que Rafael Altamira o Ricardo Macías, veía en la dictadura tutelar una forma de encauzar un problema a su juicio irresoluble, un problema que radicaba, en palabras de la economía moderna, en los incentivos perversos que irradiaba el poder. Para Costa el dictador no era más que un cirujano, un cirujano que con “mucho bisturí”, debía “sajar, quemar, extraer pus e injertar músculo”, en definitiva, hacer del cuerpo enfermo y languideciente una creación renovada y con lustre, algo totalmente alejado del espíritu caciquil y clientelar que imperaba en gran parte de la administración pública de la época (y de la de ahora, por lo visto). La meta era el llamado “self-government”, una especie de concepción organicista de la sociedad que acabaría tomando forma en el corporativismo católico que Primo intentaría poner en marcha a través de la Organización Corporativa Nacional y la Asamblea Nacional Consultiva. Este corporativismo, de raíz fundamentalmente fascista, perduró a lo largo de las décadas en el Fuero del Trabajo franquista, fuero que sirvió como base para las sucesivas reformas laborales que se han llevado a cabo ya en democracia. En España, la filosofía corporativista, a pesar de beber del fascismo italiano, tiene un carácter muy propio, principalmente debido a la fuerte huella del catolicismo y del tradicionalismo rural, que la hace bastante única a ojos de los rasgos más comunes que compartieron todo tipo de fascismos en la Europa de Entreguerras.
En todo caso, más allá de una discusión histórica bastante prolífica e interesante, ya estamos en disposición de esbozar una tesis que debería quedar grabada a fuego en la cabeza y en el corazón de todo aquel que de verdad se considere demócrata: la neutralidad de las instituciones debe ser sagrada. En el momento en que estas son percibidas como una mera agencia de colocación, las dudas en el sistema democrático empiezan a aflorar. Esto no es extraño y es incluso hasta comprensible, como también lo es que muchos crean que la complejidad de los problemas que esta situación entraña puedan ser resueltos por medio de “cirujanos de hierro”, de caudillos populistas que dicen hablar en nombre del pueblo o de todo tipo de personajes de vía estrecha que buscan medrar más allá del servicio a la ciudadanía, que es a fin de cuentas para la que trabaja y a la que se debe. La confianza en la política es un valor fundamental, pues sin ella todo se torna hostil y las soluciones tutelares se vuelven cada vez menos desagradables y cada vez más factibles. Huelga decir, la mentira sistemática no entra dentro del rótulo. La democracia de la Restauración, si es que se la puede llamar así, era tremendamente imperfecta. Algunos historiadores creen que pudo haber sobrevivido. Otros muchos consideran que no, que pese a las buenas intenciones del último gobierno de concentración liberal encabezado por García Prieto, una vez el sistema ha visto sus cimientos pudrirse, sobre él nada puede volver a florecer. Una vez las instituciones toman vida propia y dejan de servir para servirse a sí mismas, cualquier gobierno estará eventualmente con las manos atadas a la hora de afrontar cambios de calado que puedan ser necesarios e imperativos para el interés general. La mejor forma de mantener las instituciones en buena salud consiste principalmente en respetar al funcionariado y a los profesionales del sector público. Entiendo que los partidos políticos sean agencias de colocación, empresas que mercadean con favores y con lealtades. Esa situación nunca cambiará, aunque sin duda puede mitigarse, en mi opinión por medio de listas abiertas, el fin de la disciplina de voto y en el ámbito de lo público la explicitación exacta de cuáles deben ser los criterios profesionales que ha de cumplir un empleado público para acceder a determinados cargos. No es concebible que uno se vea forzado a pasar unas oposiciones relativamente duras para cargos menores en la Administración y alguien únicamente con el carnet del partido gobernante pueda acceder a cargos de la máxima envergadura. Estamos asistiendo a un espectáculo grotesco, una feria de vanidades, en palabras del propio Costa, que debe acabarse ya. Los políticos no son estrellas del pop ni ídolos juveniles. A la política no se llega ni a hacer carrera ni a servirse a sí mismo, se llega para servir a los demás. Y ni que decir tiene: quien poco puede ofrecer difícilmente puede servir en algo a los demás. Que cada uno interprete esta última oración como guste. La clase política no nos puede fallar una vez más, su cupo de errores ya chorrea tinta. Las instituciones no son su patrimonio, son también el mío y el de mis abuelos, mis padres y el de mis futuros hijos. Las instituciones son historia viviente, nuestra historia, la de mi país y la del suyo, y presten atención cuando les digo que removeré cielo y tierra para impedir que las humillen y destrocen. Nuestras sociedades son fruto de un pacto tácito intergeneracional, un pacto bastante distinto de un contrato o de cualquier documento al uso. Hay algo que nos trasciende a todos como individuos y como voluntades, y esto es el respeto hacia los que ya no están y la responsabilidad hacia los que están por venir. La nación teje sus vínculos inquebrantables más allá del egoísmo y la voluntad de medrar de unos pocos. En sus manos está nuestra joven democracia. Hagan su trabajo y háganlo bien. Y sobre todo, háganlo ya.
Sin ir más lejos, movámonos a las últimas décadas de la Restauración, a la antesala del golpe militar encabezado por Miguel Primo de Rivera. Los historiadores suelen dar dos claves principales para entender los acontecimientos que marcaron esta época: la primera de ellas, sin lugar a dudas, la radicalidad política en su forma más cruda, apenas imaginable por cualquiera de nosotros en estos momentos. Desde el genocidio del Cu-Cut hasta la Huelga de la Canadiense, el período que abarcaría desde la llegada de Alfonso XIII al poder hasta prácticamente 1923 estuvo marcado por un clima de una tensión política totalmente insoportable, conflictos entre milicias ciudadanas armadas afines a la patronal (el Somatén) y los pistoleros anarquistas y el protagonismo indiscutible del desastre de Annual, cuyo máximo exponente fue el informe Picasso, para muchos detonante principal del golpe y que incluso incriminaba al propio rey en la tragedia. La segunda de las claves, y la que más atañe a nuestro propósito, es la crítica descarnada al sistema político de la Restauración, crítica que fue articulada desde prácticamente todos los frentes ideológicos posibles y que permeó hasta tal punto que solo el PCE y la CNT se opusieron explícitamente a la dictadura de Primo, siendo así forzados a pasar a la clandestinidad. Incluso el PSOE vio con buenos ojos aquella nueva situación histórica, no digamos los liberales, conservadores, mauristas radicales y sobre todo el ejército (al menos hasta la huelga de artilleros), que vieron en el nuevo régimen una oportunidad para satisfacer sus demandas. Pablo Iglesias, Besteiro o incluso el propio Largo Caballero vieron con buenos ojos esta política colaboracionista con el dictador, hasta tal punto de ser la UGT la mayor responsable de la redacción del nuevo Código del Trabajo. Es ciertamente inquietante ver cómo la dictadura fue tan bien recibida incluso en círculos a priori para nada favorables en términos de afinidad política. ¿Cuáles fueron las causas de tal recibimiento? Como ya he mencionado anteriormente, la conflictividad social jugó un papel clave en todo esto. Por otra parte, podemos añadir la tradición injerencial del ejército en la política del país, el cual desde los tiempos de Baldomero Espartero había puesto y quitado presidentes a su antojo. Sin ir más lejos, se cobraron la cabeza de García Prieto cuando este osó hacerles frente con su guerra particular contra las Juntas Militares de Defensa. Eduardo Dato, su sucesor, se vio incluso obligado a legalizarlas, a pesar del grave peligro que estas suponían para la pervivencia del ya debilitado régimen turnista. Sin embargo, la pregunta crucial que debemos responder no es tanto qué acontecimientos particulares llevaron al golpe sino qué ocurrió en la opinión pública del país para que este fuera en general bien recibido. Muchos os preguntaréis: ¿y por qué esto es relevante en modo alguno? Pues por una sencilla razón: la crítica a la clase política puede extrapolarse en muchos sentidos a la situación que vivimos en la actualidad. ¿Estoy dando a entender que estamos en la antesala de un golpe de Estado? En absoluto, mi propósito es precisamente advertir cuáles fueron las causas que condujeron a ese deterioro en la confianza del sistema y que esto nos sirva para intentar encontrar soluciones para nuestra situación actual, pues los paralelismos son innegables. Las principales críticas las podemos encontrar en la Escuela Libre de Enseñanza, de carácter fundamentalmente liberal, y en dos intelectuales bastante conocidos en la literatura política española: Ricardo Macías Picavea y Joaquín Costa. A pesar de que sus obras son bastante propias en contenido y forma, podemos extraer un mínimo común denominador de todas ellas: el régimen canovista estaba viciado por el oportunismo político y por ser “una forma de hacer carrera”, además de ser una “feria de vanidades”, “un puente para pasar desde el montón anónimo de los oprimidos a la clase de los privilegiados y repartirse el botín” y en definitiva, una “bolsa de contratación del poder” (Joaquín Costa, Oligarquía y Caciquismo). Además, al igual que Rafael Altamira o Ricardo Macías, veía en la dictadura tutelar una forma de encauzar un problema a su juicio irresoluble, un problema que radicaba, en palabras de la economía moderna, en los incentivos perversos que irradiaba el poder. Para Costa el dictador no era más que un cirujano, un cirujano que con “mucho bisturí”, debía “sajar, quemar, extraer pus e injertar músculo”, en definitiva, hacer del cuerpo enfermo y languideciente una creación renovada y con lustre, algo totalmente alejado del espíritu caciquil y clientelar que imperaba en gran parte de la administración pública de la época (y de la de ahora, por lo visto). La meta era el llamado “self-government”, una especie de concepción organicista de la sociedad que acabaría tomando forma en el corporativismo católico que Primo intentaría poner en marcha a través de la Organización Corporativa Nacional y la Asamblea Nacional Consultiva. Este corporativismo, de raíz fundamentalmente fascista, perduró a lo largo de las décadas en el Fuero del Trabajo franquista, fuero que sirvió como base para las sucesivas reformas laborales que se han llevado a cabo ya en democracia. En España, la filosofía corporativista, a pesar de beber del fascismo italiano, tiene un carácter muy propio, principalmente debido a la fuerte huella del catolicismo y del tradicionalismo rural, que la hace bastante única a ojos de los rasgos más comunes que compartieron todo tipo de fascismos en la Europa de Entreguerras.
En todo caso, más allá de una discusión histórica bastante prolífica e interesante, ya estamos en disposición de esbozar una tesis que debería quedar grabada a fuego en la cabeza y en el corazón de todo aquel que de verdad se considere demócrata: la neutralidad de las instituciones debe ser sagrada. En el momento en que estas son percibidas como una mera agencia de colocación, las dudas en el sistema democrático empiezan a aflorar. Esto no es extraño y es incluso hasta comprensible, como también lo es que muchos crean que la complejidad de los problemas que esta situación entraña puedan ser resueltos por medio de “cirujanos de hierro”, de caudillos populistas que dicen hablar en nombre del pueblo o de todo tipo de personajes de vía estrecha que buscan medrar más allá del servicio a la ciudadanía, que es a fin de cuentas para la que trabaja y a la que se debe. La confianza en la política es un valor fundamental, pues sin ella todo se torna hostil y las soluciones tutelares se vuelven cada vez menos desagradables y cada vez más factibles. Huelga decir, la mentira sistemática no entra dentro del rótulo. La democracia de la Restauración, si es que se la puede llamar así, era tremendamente imperfecta. Algunos historiadores creen que pudo haber sobrevivido. Otros muchos consideran que no, que pese a las buenas intenciones del último gobierno de concentración liberal encabezado por García Prieto, una vez el sistema ha visto sus cimientos pudrirse, sobre él nada puede volver a florecer. Una vez las instituciones toman vida propia y dejan de servir para servirse a sí mismas, cualquier gobierno estará eventualmente con las manos atadas a la hora de afrontar cambios de calado que puedan ser necesarios e imperativos para el interés general. La mejor forma de mantener las instituciones en buena salud consiste principalmente en respetar al funcionariado y a los profesionales del sector público. Entiendo que los partidos políticos sean agencias de colocación, empresas que mercadean con favores y con lealtades. Esa situación nunca cambiará, aunque sin duda puede mitigarse, en mi opinión por medio de listas abiertas, el fin de la disciplina de voto y en el ámbito de lo público la explicitación exacta de cuáles deben ser los criterios profesionales que ha de cumplir un empleado público para acceder a determinados cargos. No es concebible que uno se vea forzado a pasar unas oposiciones relativamente duras para cargos menores en la Administración y alguien únicamente con el carnet del partido gobernante pueda acceder a cargos de la máxima envergadura. Estamos asistiendo a un espectáculo grotesco, una feria de vanidades, en palabras del propio Costa, que debe acabarse ya. Los políticos no son estrellas del pop ni ídolos juveniles. A la política no se llega ni a hacer carrera ni a servirse a sí mismo, se llega para servir a los demás. Y ni que decir tiene: quien poco puede ofrecer difícilmente puede servir en algo a los demás. Que cada uno interprete esta última oración como guste. La clase política no nos puede fallar una vez más, su cupo de errores ya chorrea tinta. Las instituciones no son su patrimonio, son también el mío y el de mis abuelos, mis padres y el de mis futuros hijos. Las instituciones son historia viviente, nuestra historia, la de mi país y la del suyo, y presten atención cuando les digo que removeré cielo y tierra para impedir que las humillen y destrocen. Nuestras sociedades son fruto de un pacto tácito intergeneracional, un pacto bastante distinto de un contrato o de cualquier documento al uso. Hay algo que nos trasciende a todos como individuos y como voluntades, y esto es el respeto hacia los que ya no están y la responsabilidad hacia los que están por venir. La nación teje sus vínculos inquebrantables más allá del egoísmo y la voluntad de medrar de unos pocos. En sus manos está nuestra joven democracia. Hagan su trabajo y háganlo bien. Y sobre todo, háganlo ya.